viernes, 4 de enero de 2013

NOCHES ARABES




 Rojos. Intensamente rojos, como lenguas etéreas de fuego que se filtraran entre el follaje sin quemarlo, sin lacerarlo;  como un abanico o un arcoiris de tonos purpúreos, los rayos del sol asoman entre las ramas al costado del río. La tarde cae lentamente, el crepúsculo marca su agónico final  mientras el sonido que escapa de los minaretes, esas delgadas torres que emergen  de las mezquitas, invita al ultimo rezo. Las cañas se mecen suavemente no sé si al compás del viento o si esa flexión tiene algo ver con  ese lamento que habla de un  dios, Alah y su profeta Mahoma. La brisa fresca de la tarde me eriza la piel, o son las imágenes, no sé.
- En el nombre de Alah, el Clemente sin límite, el Misericordioso.
Miré hacia mi costado y recién entonces lo vi, no sé cuanto tiempo llevaría ahí observándome pero yo, evidentemente abstraído por el paisaje, sólo noté su presencia cuando escuché su voz.
-          Así es como comienza la plegaria – dijo-  y se llamó nuevamente a silencio                                                                                                                                                                                                                    permitiendo que el aire se llenara otra vez con esas voces que seguían emergiendo desde cada mezquita.
Mientras escuchábamos cómo el clamor iba lentamente apagándose y confundiéndose con el ronroneo de los motores del barco, vi como movía sus labios rezando en silencio; me llamó   la atención notar una especie de sonrisa entre sus labios. En realidad, era un gesto difícil de definir ya que era una mezcla de gozo con respeto profundo y a la vez alegría sin que esta le hiciera perder un ápice de solemnidad.
Cuando regresó el silencio, dije: qué importante es para los musulmanes la plegaria, no?
Es el sostén de la fe- me respondió. Y sabes para qué sirve la plegaria?- continuó sin darme respiro.
Moví negativamente la cabeza como toda respuesta.
La plegaria verdaderamente hermosa, dijo,  no tiene ninguna utilidad, no en esta  tierra, claro. Hizo una pausa que me pareció eterna y luego continuó con una sonrisa: simplemente sirve para ofrecer a Alah el homenaje de mi adoración, para alabarle y finalmente, para elevar mi espíritu; con mi oración estoy cerca de  Él, ¿acaso puede haber mayor placer para el hombre que estar cerca de su dios?. Fíjate, hace unos minutos te encontré absorto contemplando Su obra  y esas maravillas vienen cautivando a los hombres desde el comienzo de los días, esas cañas, esos árboles, este Nilo, todo esta desde el primer día  alimentándoles el estomago y el espíritu, cómo no agradecerle cada día a quien te permite disfrutar de todo eso cada uno de esos días.
-          Esta tierra es verdaderamente maravillosa- dije-  mágica. Tan mágica que me permitió conocerla íntimamente  aun antes de conocerla.
-          Y cómo fue eso? – dijo.
-          Uno de los primeros libros que me regalaron en mi infancia fue, precisamente, Las mil y una noches.
-          No lo conozco, respondió.
-          Noches árabes –me corregí – arabian nigths.
-          Arabian nigths?? Gritó en un mal ingles – por Alah, que ese inglés, Burton, no sólo recogió una parte muy pequeña de nuestros cuentos sino que, además, lo tradujo como yo podría traducir un manuscrito chino. Si crees que conoces algo por haber leído a ese ignorante, estas equivocado por completo, la más insignificante de mis historias superaría largamente al mejor relato que el haya osado traducir.
-          Dame un ejemplo de ello, dije desafiándolo.
-          De acuerdo, escucha entonces.
El pequeño hombre de innegables rasgos  moriscos en su rostro y en sus modos, me tomó suavemente por uno de los brazos y me condujo hasta uno de los bares de cubierta que estaba a pocos metros de nosotros; una vez allí, me invitó con un ademan a sentarme en uno de los sillones desolados a esa hora de la tarde y él se ubicó en otro justo enfrente de mí, cruzó sus piernas por debajo del cuerpo y comenzó a hablar de este modo:

He llegado a saber, afortunado viajero que me escuchas, que hubo una vez un rey llamado Giafar que reinaba en las islas de Khaleidán y de quien se contaban tantas historias que su nombre era conocido desde el mar de la China hasta Damasco y desde El Cairo hasta Manchuria; todos hablaban de él pero, he aquí lo curioso, que mientras que para algunos su nombre mismo era sinónimo de benevolencia y justicia, para otros era un déspota cruel y sanguinario como no  había habido desde los tiempos de Soleimán.   
Giafar tenía dos esposas, Fátima y Zobeida, las dos de una belleza singular e inteligencia tal que muchos  afirman que eran las dos caras del rey Giafar, aunque nadie se atrevería a decir cual era – si es que lo había - la buena y cual la mala consejera. Fátima conocía todos los secretos de la geometría, la aritmética, la astronomía, y era capaz de descifrar las escrituras mágicas y las inscripciones antiguas; Zobeida, por su parte, era versada en el derecho, la música, la poesía y la sintaxis y conocía además, como nadie, el libro Sublime, el Coran, podía leerlo de siete modos diferentes,  sabía su numero exacto de capítulos, versículos, cuántas palabras, vocales y consonantes encierra, sabía cuales y cuántos capítulos  se inspiraron en la Meca y cuántos se dieron en Medina, no desconocía la lógica ni la filosofía y dominaba el arte de la retórica  y la versificación. Podría decirse que, entre ambas, encerraban tanto conocimiento que el mismo no  podría atesorarse ni siquiera en una biblioteca como la de Abu- Hassa, la más grande que jamas de conociera; eso, sin olvidar que ambas cantaban  de un modo que el sólo escucharlas provocaba el éxtasis,  blandían el laúd, la flauta  y cuanto instrumento de cuerda se conociera y el movimiento de sus cuerpos en la danza semejaban el batir de las alas de los picaflores  mientras liban en las incontables  corolas de las flores del Edén. Ellas, alternaban sus noches con el rey, excepto en las ocasiones que pasaban los tres juntos la noche divirtiéndose y disfrutando como los esposos saben hacerlo. Durante esas noches, después de deleitarse con cuantos manjares y bebidas pudieran llegar a saborearse en una noche,  Giafar escuchaba a sus mujeres ya aconsejándole sobre asuntos de estado, ya  excitando los  sentidos con los relatos eróticos de Zobeida o  maravillándose con los juegos matemáticos de  Fátima.
Una noche entre esas noches, Giafar pidió a Fátima que le  dijera si podían exigirse impuestos a todos los súbditos sin ser  tirano y  asimismo distribuirlo equitativamente sin ser injusto. Esta se adelantó, saludó entre las manos y luego refirió esta historia:
He llegado a saber, mi señor, que hubo una vez un rey, en las lejanas tierras de Maimún, al que llamaban Shazar. El rey Shazar era hijo de un adorado monarca llamado Ali Ben Assur  que había muerto durante una cacería de ciervos atravesado por una flecha de dudosa procedencia. Shazar entonces, tuvo que  hacerse cargo del reino cuando apenas contaba con nueve años, por lo que todas las decisiones eran tomadas por su Visir, un mal  hombre llamado Hayat. El joven rey no fue educado como un rey sino como un holgazán de lujo, quien sólo ocupaba su tiempo entre cacerías, banquetes y viajes al exterior que llegaron a durar hasta dos años, tiempo durante el cual su Visir Hayat hizo y deshizo en el reino. Así fue pasando el tiempo de este rey hasta que, cierto día, mientras se hallaba  de caza, tropezó con un bulto al que luego identificó con un anciano que estaba tirado en el suelo. Por Alah, exclamó el joven rey, ¿es que no te fijas donde te detienes a descansar?. El viejo hizo una reverencia como pudo desde su incómoda posición en la tierra y dijo: perdón, mi señor, pero no estaba descansando. Y si no estabas descansando qué es lo que hacías tendido en el piso?. Dejándome morir, contestó el viejo. Ishalah! Exclamó Shazar, acaso estas desvariando?, cómo que dejándote morir, explícate inmediatamente o te cortaré la cabeza antes de que puedas imaginar otra mentira. Aun viendo el enorme alfanje elevarse sobre la cabeza del joven, el viejo no cambió el tono de voz. Has de saber mi señor, continuó el viejo, que en mi casa además de mí y mi esposa viven mis tres hijos con sus esposas y sus hijos; hace tanto tiempo que es escasa la comida, la ropa y hasta las sandalias, que entendí que lo mejor para ellos era una boca menos que alimentar, un cuerpo menos que vestir y calzar y, en fin, un problema menos para la familia. Yo ya he vivido demasiado tiempo y es hora que Alah me lleve a su lado, por eso, mi señor, vine a este lugar en donde a nadie molesto, a esperar mi hora.
El rey Shazar regresó al palacio cargando al anciano sobre el lomo de su caballo y al llegar allí ordenó que se le alimentase y vistiese como a un invitado suyo, luego se dirigió hacia la sala en donde se hallaba el Visir y este se sorprendió tanto por modo en que el joven rey se presentara como del hecho mismo que estuviera en ese lugar al que no recordaba haber visto jamás pese a que hubiera sido lo lógico tratándose del rey. El Visir saludó al rey entre sus manos y luego dijo: oh, mi señor, a qué debemos la fortuna de su visita a este recinto, no ha sido una buena jornada de caza?, mi señor desea conocer nuevos países? Acaso alguna esclava nueva? Dijo esto tomándolo familiarmente de los hombros como no debe tomarse jamas aun rey salvo que no se le considere a éste un rey y lo sacó de la sala en donde los emires, chambelanes, nawabs – representantes de la ley –y hasta los custodios observaban en incómodo silencio la escena.
Hayat – dijo entonces el rey - ¿crees que soy un buen monarca?
El Visir, intentando ocultar su sorpresa por tan curiosa pregunta respondió: sin dudas el mejor, mi señor y algún día llegarás a ser incluso mejor que tu padre, Alah lo tenga consigo.
-          Y en un buen reino, ¿puede haber quien se muera de hambre?
-          De ninguna manera, mi señor – respondió el visir que no terminaba de comprender a donde quería llegar el joven con aquellas preguntas.
-          Y entonces porqué, si soy un buen rey y este es un buen reino, hay quienes se mueren de hambre.
-          Ishalah, mi señor, en este bendito reino nadie se muere de hambre.
Entonces el rey hizo traer al anciano y lo exhortó a contar sus penurias delante del Visir y de todos los que se hallaban reunidos en la sala; el viejo sabía que su cabeza valdría, al terminar el relato, menos que una palada de bosta de camello en el mercado pero, aun así, decidió   relatar cada una de las injusticias que se cometían en el reino. Al acabar de hablar, Shazar hizo que lo llevaran a una habitación a descansar y se quedó en silencio observando a todos. El Visir hizo con los ojos una señal de complacencia al Kadí, el juez, y con una exagerada reverencia comenzó a decir: Oh, mi Rey   Shakar, señor de los....
No pudo continuar ya que el filoso alfanje separó la cabeza del cuerpo del Visir antes de que este pudiera darse cuanta siquiera de lo que pasaba. Una exclamación cerrada surcó toda la sala y el rey, inconmovible, con la espada aun chorreando sangre dijo a todos y a cada uno: mañana a esta misma hora los espero con las respuestas que necesito para terminar con el hambre de mi pueblo, sino, miró de reojo al cuerpo del Visir ...mañana los espero, terminó.
El rey Shazar fue entonces a la habitación de su invitado, el anciano, y le relató lo sucedido, éste le respondió entonces: Mi señor, tu reacción ha sido sabia y oportuna, tu confiaste en tu Visir y él te defraudó por lo que ya nada tiene que hacer ni él en tu reino ni su cabeza en su cuerpo, has cometido el error de confiar en quienes no debías y sientes el mismo dolor ante la traición que el que siente el pueblo que se ve traicionado por su soberano; nunca es tarde para comenzar, sino, piensa en mí, que esta mañana salí de mi casa para morir y al final de la tarde estoy vestido como un  jeque, he saciado mi hambre y mi sed y estoy ahora aconsejando a mi rey, los caminos de Alah son insondables, pero si El decidió que me atravesara en tu camino para que todo pueda comenzar de nuevo, que así sea, no vuelvas a olvidar tu misión: reinar, y tampoco olvides que quien olvida el hambre de sus súbditos para alimentar la gula de quienes lo rodean terminan como tu Visir, no sólo sin cabeza sino también sin dignidad y sin nombre.
Entonces, mi señor – concluyó Fátima-   lo que me preguntas no tiene demasiados secretos: haz tributar a quien más tiene y ayuda a quienes nada poseen, enséñales a usar los brazos para trabajar, la cabeza para respetar las leyes y a Alah, el todopoderoso, sé gentil con quienes cumplen y feroz con quienes se enriquecen con el hambre de los otros, no permitas ni fomentes la holgazanería, no conquistes a tus súbditos con dádivas sino con justicia y por último - mi señor- recuerda siempre que la palabra es mil veces más filosa que la espada, que una espada puede ser más efectiva que mil lanzas y que el pueblo prefiere siempre seguir a una lanza que porte una bandera a otra que conduzca una cabeza ensangrentada.

El rey Giafar no podía ocultar su satisfacción ante la belleza del relato y la claridad de su mensaje. Por Alah, - exclamó exultante – que con sólo imaginarme el hambre de ese anciano se ha despertado el mío. Golpeó las manos y al instante un ejército de sirvientes apareció trayendo los más deliciosos manjares que puedan imaginarse: una fuente enorme con una dorada pasta de kebeba  con manteca abría el cortejo, al que seguían en procesión interminable pollos asados rellenos con arroz, almendras, pasas y pimienta, carne de cordero, garbanzos, berenjenas rellenas y piñones perfumados con toda clase de especias y hierbas aromáticas entre las que se destacaban la nuez moscada, el jengibre, la pimienta y el clavo de olor; más atrás, los postres competían en color, aromas y sabores, pasteles rellenos de almendra, azúcar y granada, pasta de katayef, otras trenzadas y embebidas en agua de rosas y tazones de crema blanca aromatizados con agua de azahar, almibares y confituras de todas formas y colores junto a dátiles de El Cairo y melones de Damasco. 
Una vez que hubieron saciado el apetito, Giafar se dirigió a Zobeida y  besándole las manos le dijo: Esposa mía,  porqué no nos deleitas con algunas de tus historias a fin de tener una agradable digestión    antes de entregarnos, como la ley manda, a los placeres conyugales.  
Escucho y obedezco, dijo la mujer al tiempo que hacía una zalema y se acomodaba sobre un cojín de seda multicolor.
He llegado a saber, mi señor, que ya hace muchos años, en un reino situado mucho más lejos aun que Jilfastán, vivían dos hermanas junto a su anciano padre ya que la madre había muerto un tiempo atrás. Sett y Yamila eran sus nombres, la primera de ellas, Sett, era más bella y blanca que la luna,  con unas redondeces que hacían vibrar hasta a los ciegos y su voz era un cántaro volcando suavemente su contenido prístino en la fuente, cuando por las mañanas regaba las plantas de su jardín, su canto competía con el gorjeo de las aves y éstas, tímidamente, dejaban paso a su alegre: Ya leilí,  Ya einí, con que comenzaba cada estrofa de sus versos destinados a alegrar a Alah y alabar a la pródiga naturaleza. Yamila, por su parte, era tan fea que su cara nada tenía de diferente al culo de un camello, aunque quizás no deberíamos ser tan crueles y comparar su rostro apenas con la cara del camello; sus dientes pequeños y amontonados hacia delante, apenas sujetos por un labio superior partido en dos que impedía, además, que pronunciara adecuadamente las palabras, ojos saltones y uno de ellos divorciado del otro hacían realmente muy difícil mirarla de frente sin  sentir por ella temor o en el mejor de los casos, lástima.  Alí ben –Aziz, su padre, se desesperaba día tras día al ver que nunca podría casarlas ni tener nietos, conque en esas dos mujeres se extinguiría no sólo su apellido sino toda una generación. Había intentado toda clase de artimañas para conseguirles marido – la dote ya la tenía guardada desde hacía muchos años, no era ese el problema -  ardides que utilizaba, naturalmente cuando llegaban jóvenes de otros   sitios ya que en  toda la aldea eran conocidas ambas con sus virtudes y sus desgracias, ya que, debe aclararse que si bien Sett poseía la belleza que describimos, tenía el cerebro de un asno y por su lado, Yamila, pese a su fealdad, gozaba de una inteligencia prodigiosa, que, justo es decirlo, no le había servido jamás para otra cosa que para aliviar en cierto modo la tristeza de su padre ante tanta desgracia. Cierta vez, un comerciante muy rico de Persia había llegado hasta su casa informado de la belleza de una de las mujeres que allí vivía. Alí ben -Aziz las presentó a ambas ante el candidato cubiertas, como es la costumbre, por un velo que ocultaba los rostros, en realidad, el que se hallaba oculto de veras era el de Yamila ya que el de Sett, a través de una celeste transparencia, permitía adivinar la belleza que había debajo. Safar, tal el nombre del comerciante, comenzó a interrogarlas a fin de saber algo acerca de su futura consorte y se sorprendía, al principio, que sólo una de ellas contestaba y, además, lo hacía de un modo tal que se maravillaba cada vez más y agradecía haber hecho tan largo viaje para encontrarse con lo que presumía era un prodigio de belleza e inteligencia. Sólo dudaba con cual de las dos quedarse, convencido de que  quizás era timidez o respeto hacia la otra lo que hacía que sólo una de ellas respondiera a cada una de sus preguntas. Pensó, finalmente, en casarse con ambas pero, quiso la desgracia que en ese momento se cayera el velo de Yamila mostrando toda la fealdad de su rostro y, ante el grito de espanto del candidato, Sett arrancó con una risa espasmódica que parecía el rebuzno de un burro picado por las avispas. No sólo se quedó Alí sin poder casar a ninguna sino que, además, denunciado ante el Kadí por el comerciante, fue castigado con cincuenta varazos en la espalda que lo dejaron más de una semana en la cama. Sucedió entonces que, un día entre los días, se encontró Alí, mientras recorría el zoco, con un hombre que se lamentaba, se abofeteaba y rasgaba sus ropas en el fondo de una tienda que, por otra parte, se veía próspera y muy bien surtida con telas de oriente, sedas de Macedonia y toda clase de  bordados y ropa de primera calidad; Alí se acercó a él y tras saludarle entre las manos le interrogó acerca de lo que le sucedía. El lloroso comerciante le explicó que la desgracia estaba en su casa   y que de nada le había servido trabajar toda la vida si, invariablemente, algún día perdería todo, incluyendo su descendencia.
Por Alah – exclamó Alí – no puede ser tan grande tu problema como para que no pueda hallarse una solución; qué dirías tú, amigo, si yo te contara entonces mi desdicha, que es doble, ya que además no gozo de la prosperidad que puedo ver que tu tienes en tu tienda.
Oh, si tu supieras – respondió el lloroso comerciante – ninguna pena que tengas puede ser mayor que la  que me queja.
Bueno, porqué no me cuentas y quizás yo entonces te hable de las mías y veremos.
Verás, dijo el comerciante, mi esposa murió hace cinco años, Alah el misericordioso la tenga consigo, y quedé yo solo con dos hijos varones mellizos, Yassuf y Haddar, ambos son bellos como el sol, inteligentes y eximios comerciantes, saben reconocer tanto la calidad de un tejido como su verdadero valor aunque jamás hayan visto algo semejante, manejan el arte de la compra y la venta de un modo tal que un fenicio parecería un aprendiz al lado de ellos.
Ischaláh –  interrumpió Alí – hasta ahora no entiendo de qué te lamentas, supongo que tendrán varias esposas y tu tendrás tu casa cubierta de nietos que la alegran.
Nada de eso, y ese es el problema – continuó – no pueden encontrar esposas.
Te intimo a que me digas cuál es el problema porque no entiendo, teniendo todas las virtudes que dices que tienen, que aun no hayan conseguido esposa.
¿Sabes qué sucede?   - dijo el comerciante -  que Yassuf posee un zib tan monstruoso que su tamaño haría palidecer a un burro   por lo que las mujeres al verle salen espantadas  para no ser atravesadas con un alfanje de tal tamaño y más de una vez me las he tenido que ver con padres que vienen a insultarme por pretender dañar a sus hijas, por otra parte, Haddar tiene un miembro tan pequeño que sería difícil reconocerlo en un plato con guisantes. Así que ya ves, amigo mío, que Alah ha sido muy injusto en la distribución de los dones y todos hemos salido perjudicados con ello.
Finalmente, rey mío – dijo Zobeida – Alí llegó con el comerciante y sus dos hijos a su casa y tras una cena en la que no faltaron los manjares más apetecibles, firmaron los respectivos contratos de matrimonio y vivieron todos felices para siempre.
Por Alah – gritó el rey – te conmino a que me cuentes cómo se formaron las parejas.
Por supuesto, mi señor – dijo Zobeida – pero eso, te lo diré al oído.         

Todavía reía a carcajadas festejando el relato cuando la voz de mi mujer preguntándome qué hacía riéndome como un loco en la cubierta del barco a esa hora mientras me esperaban para cenar me trajo a la realidad; busqué con la mirada  a mi interlocutor para presentárselo pero, curiosamente, no había nadie conmigo en ese momento excepto las estrellas, la noche y el río. No consideré oportuno referirle entonces lo que me había sucedido y esperé a analizarlo un poco antes de hacer cualquier comentario al respecto. Confieso que durante la cena no escuchaba lo que se hablaba – supongo que sería acerca del templo de Philae que nos había maravillado por la tarde – ya que mi mirada vagaba incesantemente por las otras mesas intentando hallar a mi interlocutor de hacía un momento y mi mente – que duda cabe – había quedado enredada en algunos de los laberínticos relatos del mundo árabe. Esa noche me costó conciliar el sueño, cerré los ojos y las imágenes eran vertiginosas y a la vez maravillosas, era como rodar en un caleidoscopio de palabras y sonidos, de colores, luces y sombras, y de pronto, me encontré caminando por una de las estrechas calles del barrio copto de El Cairo, era cerca del mediodía –supongo – porque el movimiento de gente era intenso y el calor agobiante; instintivamente, me detuve en una de las tiendas en donde se observaban gran cantidad de artesanías, pequeñas pirámides hechas en alabastro, papiros con diferentes motivos, escarabajos de piedra que venden a los turistas para supuestamente tener suerte y que – naturalmente – nada tiene que ver con la verdadera simbología de ese animal, gatos de cuello largo en madera que imita al ébano y un sinnúmero de objetos de disímil valor y belleza. Entre todos ellos, escogí un aanj de  madera para observar de cerca. El aanj es un bello símbolo que consta de un ovalo que se continúa un una especie de cruz invertida, como si fuera una llave y que en realidad no es otra cosa que una llave, una llave a la inmortalidad.
Sabe elegir el señor – me dijo una voz que asomó entre unas telas multicolores. Pero ese aanj no esta a la venta.    
Seguramente, aunque no era yo consiente de eso, debe haber    visto en mi cara la decepción y por eso agregó. Pero no se preocupe, aunque no pueda vendérselo sí puedo contarle su historia y entonces sabrá porqué es tan valioso.
Pasamos a la parte de atrás de la tienda, me invitó a sentarme sobre unos almohadones que había en el suelo y me acercó un té de menta humeante. Se acomodó frente a mí y dijo:

He llegado a saber que hace muchos años, cerca de Luxor vivía un joven llamado Harún. Era hijo de un  carpintero muy humilde que trabajaba en forma temporaria para el gran Templo que, por ese entonces, cobijaba a más de sesenta mil almas. Harún  cortaba la madera,  clavaba y   pulía junto a su padre y por las noches, después de una cena en la que jamas sobraba ni una migaja de pan, cuando lo había, gustaba de sentarse a observar el cielo, miraba las estrellas y trataba de armar las imágenes que ese cielo le ofrecía como un desafío a su inteligencia y su paciencia; con el extremo de un pequeño trozo de madera tallada, dibujaba en la tierra lo que sus ojos veían en el cielo hasta que, cada noche, ya vencido por el cansancio, iba a dormir dejando sus dibujos a merced de la intemperie que se encargaba, mediante el viento, de borrarlo todo.  Su padre a veces lo observaba en silencio y se lamentaba de verlo tan triste y solitario, hubiera deseado, como todo padre desea para sus hijos, que este tuviera mejor fortuna que él, pero, observándolo, pensaba que lo único que quizás lo haría diferente no sería ser mejor sino, a lo sumo, no darse cuenta de lo cruel de su destino, es decir, la locura. Sí, porque  Daúd, como se llamaba el padre de Harún, veía a ese hijo atrapado en la melancolía, siempre solo y abstraído hasta el extremo con sus dibujos del cielo que eran tan efímeros como la noche. Pobre hijo mío, se lamentaba, solo Alah sabe que será de él cuando me lleve a su lado.
Una mañana,  se presentó frente a la humilde casa de Harún un grupo de soldados que servían a las órdenes del rey Shanuf el Zeiní, señor de Rabdosamad y exigieron a Daúd que les proveyera de madera y herramientas para reparar la rueda de un carruaje al que custodiaban. Daúd, con la cabeza gacha, respondió que les daría madera y hasta les ayudaría a reparar el carruaje pero que no prestaría sus herramientas. Uno de los soldados lo amenazó con su espada pero el que comandaba el grupo lo detuvo y le dijo que quizás sería más valioso vivo y que, después de todo, una vez reparado el carruaje ya no precisarían más las herramientas. Marcharon Daúd y su hijo escoltados por los soldados y caminaron junto a ellos por el lapso de dos horas hasta que hallaron la caravana. No fue muy difícil ver cual era la rueda rota ya que sólo había un carruaje en todo el convoy, se acercaron a este y viendo que se hallaba muy pesado, pidieron que, de haber alguien adentro, se apeara para poder trabajar con más comodidad.
De ninguna manera –dijo el jefe de la guardia – tendrán que trabajar así como está.
Entonces tendrán que seguir así como esta porque de ningún modo podrá ser reparada.
El soldado dudó y luego metió la cabeza dentro del carruaje. Hizo entonces unos pasos para atrás y con una zalema recibió a la bella muchacha que descendió del vehículo. Al verla, Harún sintió que su corazón se detenía; a través de sus ojos, lo único que se alcanzaba a ver detrás del grueso velo, creía ver el mismo cielo infinito que lo hipnotizaba cada noche, la piel aceitunada que bordeaba los luceros negros se le ocurría del color de la madera lustrosa que veía emerger de  entre las manos de su padre cuando desde pequeño lo admiraba viendo transformar el tronco muerto en  materia viva: una cama donde conciliar el sueño, una mesa donde compartir el pan, una cuna, un velero, un aanj. Recordó en ese momento el día – o mejor dicho, la noche - en que Daúd, su padre, lo acarició en su estera, Harún no tenía una cama entonces, y como  regalo por sus diez años de vida, le colocó el aanj de madera entre sus manos; desde aquella noche, Harún jamas se separó de ese regalo y con él, dibujaba desde entonces cada noche sobre el suelo el espejo mágico del cielo. Ella también lo miró y pudo ver en su mirada la paz que solía buscar entre las flores, entre sonidos de laúdes, entre las sedosas paredes recubiertas de su alcoba, cuántas noches había soñado ella con esa piel, con ese rostro, esas manos callosas y manchadas, con esos ojos callados que tantas cosas decían sin decir nada.  Tan absorta estaba que trastabilló al bajar y antes de caer, Harún alcanzó a sostenerla entre sus brazos.
Cómo te atreves a tocar a la princesa – bramó el jefe de la guardia – te cortaré las manos por tal atrevimiento.
Ella lo detuvo con un gesto. No lo toquen – dijo – acaba de evitar que me lastime.
Bueno, no perdamos tiempo – dijo el soldado – comiencen a trabajar que se hace tarde.
Daúd examinó la rueda, evaluó los daños y dirigiéndose al jefe dijo que la avería era mayor de lo que parecía y que con las herramientas que llevaban no garantizaba una buena reparación, por lo que sugería hasta su casa y allí, en su taller, podría repararla adecuadamente, de paso, la princesa podría descansar en una casa humilde pero mejor que a la intemperie. Ella estuvo de acuerdo y marcharon entonces de regreso a la casa. Harún, que conocía las habilidades de su padre, no dudó que en realidad estaba haciendo esto para que él pudiera aunque más no fuera mirar un tiempo más a la princesa de la que, evidentemente, había quedado enamorado.
Los soldados armaron un pequeño campamento alrededor de la casa y la princesa se acomodó dentro de la casa, en donde cenó y se dispuso a descansar. Ya entrada la noche, no podía conciliar el sueño pensando en ese joven, la inquietud le oprimía el pecho y se asomó entonces a la ventana para tomar aire. Entonces lo vio. Sentado sobre el suelo, dibujando con su aanj las imágenes del cielo. Subrepticiamente salió de la casa y se acercó a él que se sobresaltó al verla a su lado.
Princesa – casi gritó.
Shh – dijo ella y le colocó un dedo sobre sus labios.
Se sentó a su lado y ella tomó el aanj de madera. Me lo hizo mi padre – dijo él sin que ella preguntara nada. Es hermoso – respondió ella – ¿sabes lo que significa?.
No mucho, mi padre me contó que los dioses se lo daban a los faraones para que tuvieran larga vida y para que continuaran viviendo aun después de muertos o para ser inmortales, no entiendo bien, porque, cómo ser inmortal después de muerto.
Para trascender – corrigió ella – sólo se puede no morir si se trasciende. Esa es la única forma de inmortalidad, la de dejar algo en los demás.
Entonces –dijo él mirando a ninguna parte – estoy definitivamente condenado a la muerte.
Porqué crees eso – interrogó ella.
Qué trascendencia puede tener mi padre, que nada tiene, cómo podría hacerlo yo, que tengo menos aun que él.
Qué equivocado estas, Harún –dijo tomándole las manos – nunca puede ser intrascendente un carpintero, alguien que es capaz de devolverle vida a una madera que esta muerta, de  transformarla, de trasmutarla; quien corta las maderas de tu cuna y alisa los tablones de tu féretro no es alguien que pueda llamarse intrascendente, talla los cubiertos con que comes y modela la azada y el martillo, levanta casas, construye carros, puentes y escaleras, construye el aanj que permite dibujar tu sueño cada noche y lo único que no construye, porque para nada sirve, son espadas de madera y he sabido, además, de un Nazareno, hijo también de un carpintero, que dicen que no transforma madera sino hombres. Así es tu padre, el que pensabas que era apenas un poco más que nada, y por si eso fuera poco, también te modeló a ti, haciéndote un carpintero de esperanzas, un soñador, y quizás, si alguna vez logras convertir esos símbolos que dibujas en palabras, quizás hasta puedas entonces ser poeta. Y ahora has trascendido en mí, a través de mí, porque nunca podré olvidar tus ojos, tus manos, ni tus sueños, ni esos dibujos que son sólo propiedad de la arena. Siempre estarás en mí y quizás hasta en los hijos que yo tenga y que llevarán de ti el recuerdo que te robé  una noche mirando las estrellas.
Al día siguiente, la princesa se marchó y Harún jamas volvió a verla, pero tampoco jamás pasó un día o una noche sin que ella estuviera en su memoria, en cada madera que tallaba, en  las astillas que  brotaban en cada golpe de martillo, en cada luna, en cada cielo. Harún sabía que ella también pensaba en él y sentía que estaban juntos sin estarlo.
Harún armó el féretro en donde enterró a su padre y sonrió en su dolor al pensar que éste no moriría mientras estuviera vivo en su memoria, acarició el aanj, que  presentía que alguna vez estaría en las manos de su hijo y  pensó también, que mientras  su historia   continúe en las memorias de los hombres, él estaría vivo, su padre estaría vivo y el aanj, habría cumplido su profecía de inmortalidad.

Permanecí mirando la talla de madera que el viejo sostenía entre las manos y lo borroso de la visión me hizo entender que estaba llorando. Me levanté sin decir nada y comencé a caminar entre la multitud, que era tal, que comencé a sofocarme. Sentí que el aire me faltaba y una horrible sensación de ahogo me cerraba la garganta. Y entonces me desperté. En mi cama. En mi casa.
Una extraña sensación me acompañó durante varios días hasta que me pareció que un modo de exorcizar esa angustia era escribiéndolo, con la esperanza de alguna vez, poder leerlo ante ustedes, sin lo cual, esto que escribo no tendría ningún sentido.
Estoy ya terminando esta exposición y debo confesar que tengo miedo, tengo miedo que al acabar de leer la última palabra de este cuento, vuelva a despertar en algún tiempo, en algún lugar y que todo esto que acaba de pasar, no pasó. Y estoy soñando.       8/2/05

miércoles, 10 de octubre de 2012

NUEVO TEMA NUEVO DISCO

La maravillosa cantante española incluyó en su último disco el tema: Romance del río" de mi autoría y Néstor Díaz en la música.

miércoles, 20 de julio de 2011

TANGO A GUALEGUAYCHU






Con la maravillosa voz de Josefina, se grabó en este disco el "Tango a Gualeguaychú", que compusimos junto a Néstor Díaz.

Para escuchar el tango cliquea aquí.

sábado, 29 de enero de 2011

APOSTILLAS

Me pareció interesante compartir algunos comentarios y situaciones generadas a partir de la salida de la novela 4 putas peregrinas. Ahí van las primeras:

* Una señora al librero: "Ya terminé el libro 4 putas peregrinas, muy bueno, ¿no sabe cuándo sale la segunda parte?"

* A un profesor de literatura una conocida lo interroga: " ¿vos leíste como para decirme de que se trata el libro " 3 putas reprimidas"?

* Un paciente me dice: (eufórico) Ayer soñé que me regalaba el libro suyo "4 PUNTAS peregrinas". Putas, corrijo yo, no puntas, putas. ¿Viste - le dice a su mujer - no te dije que si sos "dotor" podes escribir las boludeces que quieras y no pasa nada?

miércoles, 15 de diciembre de 2010

OPINIONES

Hector,termino de leer cuatro putas...hacía mucho tiempo no me deslumbraba con autores del pago, ¡me encantó! Felicitaciones
Martín Aldeano. Periodista y escritor

La palabra Gualeguaychú saltó directamente a mi retina ni bien llegué a la página 112 de la novela... allí está la mejor descripción de mi ciudad en la época de mi infancia.

"Al otro domingo tomó su caña de pescar y se fue al río. Al río Gualeguaychú, que distaba no más de cinco cuadras de su casa. Como la de todas las casas, porque en ese entonces la ciudad era más pequeña que su propio nombre. Y el río regalaba peces y los ceibos pintaban de rojo las calles del parque. Y se escuchaba con frecuencia la palabra poeta.Allí creció Javier. Soñando con ser Andrade o ser Fray Mocho. Cruzándose en una esquina cualquiera con algunos que contaban historias que no figuraban en los libros ni en los diarios. Historias que se resguardaban celosamente en la memoria de los memoriosos. Y empezó entonces a preguntarse si acaso había una sola historia." Héctor Luis Castillo (2011) Cuatro putas peregrinas. Proa Amerian. Buenos Aires.

Podríamos reemplazar el nombre por Raúl, María, Juan, o cualquier otro de quienquiera que tenga cuarentaypico y haya crecido en Gualeguaychú.

Recién estoy llegando a la mitad del libro y ya lo he decretado de lectura imprescindible. Cómprenlo, léanlo, disfrútenlo... es de esos libros que permite "el Alma Universal reencontrars

e", que nos "hacen más humanos"

Raul Albanese. Artista visual

Estimado Héctor: Por fin! logré una tarde libre y sin interrupciones y "me" leí tu novela! ´Me atrapó tanto que la leí de un tirón ( y mirá que había partes que releía).
Me sorprendió y gustó mucho, por lo original, ese estrecruzamiento de peripeicias, de humor, de realismo y aparición sobrenatural. Está llena de sorpresas.
Me quedé pensando en la orfandad de todos los personajes que van apareciendo. Ese es un rasgo que me interesó mucho. No quiero interpretarlo, pero me tocó. Me gustó mucho los diálogos entre las cuatro ( o cinco) mujeres, el pulso firme para narrar la muerrte de Susana, lo fuerte que es cuando debe serlo. En el aspecto político, sin disentir tendríamos que hablar, son cosas que hay que dialogar.
Se nota que tenías mucho por decir, sin duda.
Lo que me soprendió y encantó al comienzo, es que yo tengo un cuento "La gringa" que también sucede en un burdel en Córdoba, hay una "madam" parecida a Susana y lo más acojonante es que toda la trama se desencadena con el golpe del 76.
En fin. te felicito, espero que podamos vernos pronto para charlar de tu novela, ( me encantó el título y la solución de Santiago del Estero!!!!
Gloria Pampillo. escritora e investigadora