Adelanto de " 4 PUTAS PEREGRINAS"

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La  brisa, imperceptible, se coló por el ventiluz y  fue recorriendo lentamente  el contorno de los muebles: una cama grande de elásticos vencidos y quejosos, una silla de madera que oficiaba habitualmente de perchero; la mesa de luz, con un velador de pantalla ocre sostenido por una base de cerámica pintarrajeada de lunares. Una palangana azul debajo de un lavatorio. Un foco amarillento que atesoraba una telaraña y una mosca seca. Un cenicero circular de madera.
Después de lamer los mosaicos descoloridos, salió llevándose consigo olor a humedad, a sudor y  abandono.
La cama dejó de chirriar. El gordo se incorporó y levantó el pantalón que había quedado apenas por debajo de las rodillas. Resopló dos o tres veces con la mirada fija en el cinto que se había doblado haciendo un ocho y le dificultaba acomodarlo por debajo del vientre. Decidió finalmente dejarlo así; metió con torpeza la camisa por dentro del pantalón y abandonó el cuarto en silencio ensayando una sonrisa de satisfacción.
La puerta quedó entreabierta. Desde la cama, se alcanzaba a ver la oscuridad cenicienta del pasillo que daba al living de la casa. La Gallega no se apuró a cerrarla. Subió apenas la sábana por arriba de los pechos, más por costumbre que por pudor, estiró la mano y, del cajón de la mesa de luz, sacó un paquete arrugado de cigarrillos y una caja de fósforos de madera. Encendió uno y aspiró, con los ojos apretados, la primera bocanada. Al exhalar, siguió la ruta del humo azul que iba envolviendo sin apuro el foco amarillento, permanecía suspendido un instante y luego se afinaba para abandonar el cuarto por el tragaluz entreabierto que dejaba, cada tanto, entrar un olor a noche y tierra seca. 
Desde el living, llegaban voces más fuertes que lo habitual, lo que llamó la atención de la Gallega ya que si bien eso era un prostíbulo y no un santuario, por lo general no se escuchaban otros ruidos que el eco de la radio o el chirrido de los goznes de las puertas con la entrada y salida de cada cliente. Siempre le había resultado curioso ese silencio. Silencio de complicidad, no de respeto. Silencio de voces que prefieren no ser escuchadas ni siquiera en el cuarto de al lado. Silencio canalla.
Se levantó sin prisa y, tras vestirse, se dirigió por el pasillo en penumbras hasta el living. Allí, sobre el sillón rosado de dos cuerpos que presidía la sala, Elvira y Rosalía escuchaban con atención las noticias; más allá, en una de las sillas de metal que solían utilizar los clientes mientras esperaban, la señora Susana, la dueña de casa, le hizo señas con la mano para que prestara atención.
La Gallega, sin mostrarse demasiado intrigada por lo que sucedía, encendió otro cigarrillo. Al advertir que no había clientes en la sala, abrió un pequeño mueble de madera del que sacó una botella de licor y se sirvió una copa. Se acercó a una de las sillas y después de vaciar la copa de un solo trago, empezó a utilizar el pequeño recipiente de vidrio ordinario color sepia como cenicero mientras trataba de descifrar lo que estaba sucediendo. El locutor hizo una pausa y la música de la radio devolvió las voces a la sala.
Elvira se dirigió a la Gallega, que continuaba sin mostrar interés por saber qué sucedía.
-Parece que se pudrió todo.
-¿Con qué? – interrogó la Gallega sin entusiasmo.
-Dicen en la radio que hubo un golpe de estado y agarraron la manija los milicos.
-¡Los militares, che! –cortó  la señora Susana–; un poquito de respeto que, después de todo, vienen a poner un cacho de orden en este kilombo.
-Qué, ¿nos intervinieron la casa? –retrucó la Gallega provocando risas ahogadas entre sus compañeras.
-No es para tomárselo a la chacota –prosiguió la señora Susana–; ya era imposible vivir en este país. Bombas aquí, bombas allá, ya les habían dado mucha soga a estos degenerados.
-¿Y esto pasó ahora? –preguntó la Gallega.
-No –dijo Elvira que hasta ese momento se había mantenido al margen –; esta mañana, parece; pero acá, como siempre, nos enteramos a cualquier hora.
La mirada intimidante de la señora Susana, que no ocultaba su fastidio por el comentario, no la hizo callar.
-No salimos a la calle, no leemos diarios, prenden la radio cuando se les ocurre. Parece que estuviéramos presas, mirá. O peor, porque los presos están más informados que nosotras te aseguro.
-No, si es como yo digo –rumió la señora Susana mirando al techo y meneando la cabeza–, llenale la panza al perro y le conocerás el ladrido.

El sonido de una marcha militar cerró la conversación.
-Comunicado de la Junta Militar….
La Gallega aplastó la colilla del cigarrillo contra el fondo de la copa y tras colocarlo en la mesa ratona ubicada en el centro de la sala, se retiró sin hacer ningún comentario. Atravesó las cuatro puertas, dos a cada lado, que daban a las habitaciones, pasó por delante de la cocina en donde el vapor que brotaba a chorros por el pico de la pava hablaba de un olvido involuntario y, cruzando la pesada puerta de chapa, salió al patio interno de la casa.
El cielo estaba cubierto de pequeñas perlas titilantes y apenas alguna que otra rala nube se atravesaba cada tanto frente a la luna. Una luna turca, creciente y brillosa alumbraba hacia ninguna parte. Hacía mucho calor a pesar de la hora. Algunas rachas que surgían de repente no hacían sino sacar el calor desde abajo de los árboles o desde atrás de las piedras. La Gallega tosió y eso le hizo llevar, sin darse cuenta siquiera, la mano hacia el costado del vestido en busca de un cigarrillo. Recordó que los había dejado sobre la mesa del living y no tenía ganas de volver a entrar para buscarlos. Respiró hondo y llenó sus pulmones de oscuridad.
De adentro, provenían voces fácilmente identificables, como la de la señora Susana y Elvira, lo que indicaba que el comunicado militar había concluido. Discutían. La Gallega cerró la puerta tras de sí, se adentró unos pasos, se quitó los zapatos y apoyó los pies sobre la tierra fresca. Volvió el silencio.
Hacía días que no se sentía bien. No era un malestar físico. No era dolor. Era esa sensación de tan difícil descripción que es imposible hablar de ella sin que, de manera instintiva, uno se frote la mano en garra contra el pecho.
-Será que me está costando bancarme los cuarenta –pensó.
La Gallega alguna vez tuvo nombre, aunque ahora casi ni ella lo recuerde. Margarita Martínez, se llamaba. Había nacido en un suburbio de Buenos Aires y a quien toda su infancia llamó mamá era su abuela Rosa, una de las tantas inmigrantes que trajeron los barcos en busca del porvenir que la España de entonces les negaba. Mamá Rosa acunaba el recuerdo de la Alameda de la Apodaca, allá en Cádiz, a pocas calles del barrio que la vio nacer y desde donde observaba, como otros tantos, los barcos que marchaban, junto al levante, cargados de sueños y esperanzas. Allí, bajo los árboles frondosos que la protegían del agobio estival, con la mirada perdida en el Mediterráneo, imaginaba la lejana América quizás con la misma ingenua inocencia de los conquistadores que la precedieron. Había tanta muerte en ese entonces por la vieja España. ¡Había tanta ilusión más allá de ese mar interminable…! Un día dejó de mirar las olas del Mediterráneo desde los torneados barrotes de la Apodaca para mirar el barroso Río de la Plata desde el puerto, donde era un bulto más entre tantos bultos que bajaban de los barcos rumbo a los conventillos. Uno de los tantos conventillos en donde a los trece años perdió la virginidad y lo que le quedaba de esperanza. Quizás por eso a su hija la llamó así: Esperanza. Una Esperanza de ojos vivaces y sonrisa eterna que creció a golpes de miseria al influjo de una melodía que por entonces enloquecía a quien la oyera.
No había llegado a los quince años cuando ya sus piernas se entreveraban, atrevidas, al compás de las milongas y los tangos. Mamá Rosa rezaba. Rezaba y esperaba cada noche, cada madrugada, que llegara Esperanza sana y salva. Ella sabía que una muchacha bonita y desenfadada podía llegar a ser motivo de peleas y traiciones. No había cumplido aún los diecisiete cuando le dejó una criatura recién nacida entre los brazos y escapó con alguien cuyo nombre negó hasta el olvido. Nunca más se supo de ella. Se dijo que jamás la buscó ni se enteró de que alguien preguntara por ella. Ni en ese conventillo de la calle Balcarce ni en esa calle sin nombre al costado del terraplén cerca de la Estación de Hurlingham.
Allí creció la Gallega, cuando todavía era Margarita. Aunque mamá Rosa nunca la llamó por ese nombre. Para ella siempre fue “mi chiquita.”
Mamá Rosa murió de tuberculosis cuando Margarita tenía diez años. En el féretro que entregó el municipio alcanzó a colocar, antes de que lo cerraran, sus últimas lágrimas y la muñeca rubia que le regaló Evita.

-¿Te sentís bien?
-Sí. No te hagas problemas –respondió la Gallega sin dar vuelta la cabeza-. ¿Tenés un cigarrillo ahí?
-No, pero te consigo –respondió solícita Elvira y entró a la casa.
Unos minutos después, Elvira regresó con un cigarrillo encendido en la mano.
-Vos no tenías más, así que le pedí uno a la señora Susana.
-¿Y te dio?
-Es una perra pero por lo menos es comprensiva, ella sabe lo que es quedarse sin fasos. Y encima, antes que dejarte salir a vos a buscar más, era preferible convidar uno, ¿no te parece?
Elvira nunca supo si le parecía o no ya que la otra se llevó el cigarrillo a la boca y su mirada se perdió nuevamente entre las sombras. Creyó oportuno no seguir hablando pero se quedó a su lado por si la necesitaba. Adentro no había clientes. Hacía calor. Y además, no sabía por qué pero algo le decía que las cosas no iban a mejorar tanto como decían algunos en la radio. A ella nunca le interesó la política ni entendía ni medio de democracia o de dictaduras, apenas presentía que mientras tuviera las carnes firmes tendría trabajo. Después, después Dios diría. Pero su única certeza en tanto no saber, era que tenía un mal presentimiento, que es ese don que la naturaleza le da a quienes no tienen otras armas más que esa  para la supervivencia. Intuición. Olfato. Cómo saber qué nombre darle a un hecho en apariencia tan banal pero al mismo tiempo tan cargado de presagios como que en una noche como la de hoy, el kilombo estuviera vacío.
Elvira desconocía que se había declarado el estado de sitio. Tampoco sabía qué significaba un estado de sitio.
La Gallega volvió la cabeza al terminar de dar la última pitada y se encontró con la sonrisa de Elvira.
-¿Qué haces vos acá todavía? Interrogó intentando ser amable.
-Acompañándote. O buscando compañía, no sé. Para decirte la verdad, tanto silencio me pone un poco nerviosa. ¿Viste que no se oyen ni los perros?
-Tenés razón. No le había prestado atención a eso, pero sí, hay una calma rara, ¿no?
-¿Calma rara? Si falta que aúllen los lobos, nomás, como en las películas.
-Ja, ja, es verdad. O será que siempre es así y como nosotras el único ruido que conocemos es el de la cama; cuando dejamos de escucharlo nos parece que se acabó el mundo.
-Ja, ja –la risa de Elvira se cortó bruscamente-; ¿me querés decir de qué mierda nos reímos?
-¡Qué sé yo! Si no lo tomamos a risa nos colgamos de una palmera.
-¿Vos nunca pensaste en irte a la mierda de acá?
-Calculo que las mismas veces que vos, pero después bajo a la realidad y pienso a dónde me iría. A hacer qué. ¿A empezar de nuevo? Vos todavía sos joven pero cuando llegas a mi edad empezás a ver las cosas de otra forma, viste. A darte cuenta que lo único que sabés hacer tenés que hacerlo a escondidas, que cada vez te da más vergüenza mostrar el cuerpo y, lo peor de todo, ¿sabés qué es lo peor de todo?, que empezás a darte cuenta que estás más sola que los perros. Porque acá, como decía un verso de no sé quien, no nos une el amor sino el espanto, pero al menos estamos unidas por la desgracia. Después, nos queda solamente la muerte. ¿Cuánto hace que trabajamos aquí, cinco años, diez?
Elvira se encogió de hombros y la Gallega continuó:
-Y qué somos nosotras; amigas, compañeras, colegas, qué somos, decime. Te lo digo yo. No somos nada. Fijate qué curioso (qué raro, dijo ella), ésta que estamos teniendo ahora debe ser la charla más larga que hayamos tenido en todo el tiempo que nos conocemos.
-Me vas a hacer llorar, Gallega.
La Gallega abrazó con ternura a  Elvira y le revolvió los cabellos rojo intenso que estaban empapados de sudor.
-No me hagas caso –dijo mientras observaba la sombra que proyectaban sus cuerpos bajo la luz de la luna. Y sintió que no estaba tan sola.
-No, si es verdad todo lo que decís; yo también sé que vamos a terminar quedándonos sin un perro que nos ladre, pero no quiero ni pensarlo porque me da mucho miedo.
Elvira permaneció un momento en silencio, sintió los brazos que la sostenían, se percató de los latidos del corazón de ese pecho sobre el que le hubiera gustado quedarse dormida y luego dijo sin levantar la cabeza:
-Qué lindo si vos hubieras sido mi vieja.
La Gallega besó sus cabellos y continuó acariciándoselos con ternura mientras se mordía el labio inferior para contener una lágrima.
-Ni Dios permita –dijo, y rieron a coro.
-¿Te digo algo? –agregó Elvira.
-Decime.
-El verso ese que dijiste recién, el del espanto, ¿no es de Cortazar?
-Cortázar cuál es, ¿el uruguayo?
-Creo que sí.
-Entonces sí, debe ser de él. Vos te haces la tonta pero tenés tus cosas, ¿eh?
-Y… -dijo, bajando la mirada con cierta vergüenza-, una algo ha leído también, ¿no?
La puerta se abrió de golpe y la señora Susana irrumpió casi con violencia.
-¿Qué hacen ustedes acá? ¡Lo único que me faltaba!
-No pensés mal, Susana –respondió la Gallega–; charlábamos un poco porque estábamos  preocupadas lo que no hay trabajo hoy.
-¿Ustedes preocupadas? ¡Y qué tendría que decir yo entonces, que soy la que paga la luz y la comida!
Ninguna respondió. Qué contestarle.
-Vayan adentro y por lo menos ordenen un poco la pieza, todavía es temprano y la noche todavía no está perdida. En una de esas, quién les dice.

La Gallega enfiló hacia la puerta siguiendo los pasos de la señora Susana, al ver que Elvira se retrasaba giró la cabeza y preguntó:
-¿Vamos?
-Sí, andá yendo, nomás, yo capaz me fumo un pucho y después entro.
-Si vos no fumás –se sorprendió.
-Por eso digo, capaz.
La Gallega sonrió y entró en la casa. Elvira la siguió con la mirada y  permaneció afuera pensando en ese breve diálogo mantenido con ella. Había, sin quererlo, recordado a su madre. O mejor dicho, a su ausencia. ¿Viviría aún? ¿Y su padre? Hacía tanto tiempo que no tenía noticias de ellos.
Elvira había nacido en un olvidado pueblo de Jujuy hacía veinticinco años. En ese entonces, su pelo era oscuro, sus dientes blancos y sus pies pequeños solían correr descalzos sobre la tierra arcillosa. Era delgada, no muy alta pero con un cuerpo que la naturaleza había hecho bello y armónico. Sonreía con facilidad mostrando la precoz ausencia de varias piezas dentales y gozaba de un humor simple y espontáneo. Había llegado dos años atrás en un camión que iba rumbo a Chile. El destino y una arteria tapada quisieron que el camionero sufriera un infarto que lo condujo al hospital Municipal. Siempre recordaba, con su ironía característica, aquel día.
Habían llegado al pueblo y se hallaban cargando combustible cuando Manuel, tal el nombre del camionero, le avisó que pararían a descansar un rato ya que se sentía descompuesto.
-Pero, recién son las nueve de la mañana, gordo –había dicho Elvira–; a este ritmo no llegamos más a Chile.
-No me rompás las pelotas –contestó terminante.
-No, si vos querés nos quedamos, viste. Yo por vos.
Una vez que el tanque estuvo lleno, avanzó el camión unos metros hasta detenerse debajo de una arboleda. Era noviembre y el calor se hacía sentir en La Pampa. El gordo Manuel pasó con dificultad a la cama de la cabina y se quedó resoplando y mirando un obsceno dibujo de Betty Boop pintado en el techo. Elvira, de rodillas sobre el asiento, veía la mole que subía y bajaba y eso le provocaba risa.
-¡De qué te reís, boluda!
-De nada, papi, y no te pongás rezongón que te va a hacer peor.
-¿Sos doctora también ahora? –bufó con dificultad.
-Y… mirá, una de las chicas que vivía conmigo en Rosario era casi enfermera, viste, y uno después de estar mucho tiempo con alguien es como que te contagiás, viste.
-Por qué no dejas de decir boludeces y me llevás al hospital que me siento cada vez peor.
-Pero yo no sé manejar el camión, papi.
-¡Llamá un taxi, retardada!
Elvira bajó con cuidado del camión pero aun así no pudo evitar que la pequeña falda se elevara dejándola semidesnuda ante el beneplácito de los clientes y expendedores de la Estación de servicio, quienes, atónitos, la observaron acomodarse sin apuro la ropa y luego dirigirse hacia donde estaban ellos, no sin dificultad, sorteando manchas de grasa y combustible montada en sus enormes tacos aguja.
Finalmente, el gordo Manuel fue trasladado al hospital en una ambulancia que los muchachos de la estación de servicio tuvieron la gentileza de solicitar, y ella tuvo que quedarse un rato más pagando las molestias ocasionadas a las que, ya que estaba, sumó un café con leche y unas medialunas. Al llegar al hospital, se encontró con la infausta noticia de la muerte del gordo.
-¿Usted es familiar? Porque necesitamos algunos datos y hacer toda la papelería del caso.
-No, pobre, yo ni lo conozco –mintió Elvira–; veníamos con mi marido en un auto detrás del camión cuando se descompuso y queríamos saber cómo estaba nomás.
Abandonó el nosocomio confundida y asustada. Otra vez sola y esta vez en medio de la nada. En un pueblo cuyo nombre desconocía, sin dinero, sin ropa (el camión había sido trasladado hasta la comisaría y de haber ido a buscar su bolso con seguridad hubiera tenido no solamente  que pagar la gentileza de su devolución sino, además, dar explicaciones que no quería ni podría acerca de su presencia en el mismo).
 La noche la encontró vagando  sin rumbo hasta que, agotada, se sentó en el banco de una plaza a tratar de imaginar qué sería de ella. El estómago gruñó de hambre y empezaba a hacer un poco de frío.
La voz sonó cálida y hospitalaria.
-¿Estás bien?
Levantó la mirada y vio a la mujer de mediana edad que la observaba preocupada.
-No –respondió.
-¿Te puedo ayudar en algo? –se sentó a su lado y le tomó con calidez una mano.
-Supongo que sí. Tuvimos un accidente y me quedé sola y no conozco a nadie.
-¿Cómo te llamás?
-Elvira.
-Bueno, Elvira, yo soy la señora Susana y, si vos querés, te doy una mano, ¿sí?
Elvira respondió con una sonrisa.
-Vení, vamos a casa a comer algo que aquí está empezando a hacer frío.
Comenzaron a caminar y Elvira tuvo la sensación de que las cosas podrían, a partir de entonces, ser distintas. Que el destino actuaba de modos inimaginables y que quizás la muerte del gordo podría, en definitiva, no haber sido en vano.
-¿Cuántos años tenés, mi amor? –preguntó la señora Susana.
-Veintidós para veintitrés.
-¡Ah!, por un momento pensé que serías menor.
-Sí, todos me dan menos edad, ¿vio?
-¿Tenés documentos?
-No, quedaron en el bolso. En el camión.
-No importa, no te hagas problemas, después te hacemos otro.

Tras caminar unas pocas cuadras, llegaron a la casa. Esta era una casona apenas más antigua que las que la rodeaban. Frisos derruidos que hablaban de tiempos mejores. Revoques ausentes. Pintura gris que alguna vez fue blanca. Ladrillos carcomidos por el olvido. Una puerta de dos hojas de madera pesada franqueaba el ingreso a un pasillo que, cancel mediante, desembocaba en un living no más grande que una habitación de hotel barato. Las paredes estaban teñidas de un color rosa viejo que intentaba, sin conseguirlo, darle calidez al ambiente. Un pequeño ventilador metálico de escritorio ronroneaba desde uno de los rincones. Un sillón grande, otro pequeño, una mesa ratona y algunas sillas eran todo el decorado. Algún tiempo después llegaría a la casa el único mueble de madera de la sala, una biblioteca de tres estantes, regalo de un comisario quién sabe por qué atenciones recibidas.
Cuando entró la señora Susana con Elvira,  solo estaba la Gallega en uno de los sillones. Rosalía atendía un cliente en su habitación.
-Esta es Elvira –dijo la señora Susana como presentación–; se va a quedar un tiempito con nosotras.
-Bienvenida al paraíso –respondió con ironía la Gallega.
-¡Ay, gracias! La verdad que esto es un paraíso para mí –dijo Elvira en un tono que no era otro que el de una sinceridad absoluta–, y la señora Susana, un ángel. Mi ángel de la guarda –casi gritó mientras se le colgaba del cuello.
-Guarda con el ángel, diría yo –balbuceó la Gallega entre dientes mientras se dirigía al fondo pensando en la espontánea  genialidad de su  retruécano.
-No le hagás caso –terció la señora Susana–; se ponen un poquito celosas cuando llega una nueva pero no son malas, ya vas a ver.


“Cuando llega una nueva”, había dicho la señora Susana. Y esa frase significó mucho más de lo que quizás la misma señora Susana había puesto en ella. Elvira sintió, en el momento de atravesar esa puerta, que ya era parte de algo, que ya pertenecía a algún lugar. Un lugar al que sin dudarlo había calificado, en su simpleza, de paraíso. Y que tal vez lo fuera. No se compara la alegría de quien dobla su fortuna en un instante con la del vagabundo que encuentra una moneda en la calle. Unos minutos atrás caminaba agradeciendo a la virgencita que iba a tener dónde pasar la noche. Con esa frase de la señora Susana pensó que ya tenía dónde pasar su vida. Era la nueva. La que recién empieza. Era un comienzo y en todo comienzo hay una esperanza, algo que Elvira sentía que había quedado en el camión que secuestró la policía o en el reflejo opaco de un cuerpo en la oscura lividez de una morgue.






-Sentate por ahí, ya vamos a buscarte un lugarcito –dijo la señora Susana señalando los sillones.
-Está bien, gracias –respondió Elvira al borde de la excitación, y se acomodó en el medio del sillón grande. Allí, apenas sentada sobre el borde del mismo, admiraba su nuevo hogar.
Al rato, se abrió la puerta que daba al interior de la casa y desde allí salió presuroso un hombre que pasaba por lejos los sesenta años, con la mirada baja, los cabellos canos revueltos. Pasó frente a ella como frente a un bulto y se perdió rápidamente en la penumbra del pasillo de entrada. Algunos pasos detrás, apareció Rosalía.
 Tenía, como ella, una pequeña falda negra que imitaba un cuero de leopardo, y un top rojo que cubría apenas unos pechos pequeños de aspecto adolescente. Ojos marrones y gastados. Piernas largas. Rostro duro, que hasta podría haberse dicho que era bello de no estar surcado por algunas precoces arrugas y un bozo algo grotesco que tenía mucho de bigote. Quizás alguna vez supo sonreír. Tal vez lo hubiera olvidado o solo no recordaba cómo era eso de la risa. Se sentó en una de las sillas y desde allí la observó sin emoción.
-Yo me llamo Elvira –dijo Elvira–. Soy la nueva –agregó, sin ocultar el placer que le producía nombrarse así.
-¿La nueva qué? –disparó casi con fastidio Rosalía.
Elvira no respondió de inmediato. Miró a su compañera, se miró a sí misma. Miró la casa de paredes raídas. Miró los sillones y sillas baratos en los que estaban sentadas. Sus manos aún sucias. Sintió el sudor en sus axilas, el sabor ácido en su boca, el dolor de sus pies cansados. Recorrió las arrugas del rostro ajado de la otra, las bolsas en los párpados. La miró a los ojos y regalándole una sonrisa que quería ser sincera le dijo:
-La nueva puta.
-Bueno, por lo menos no te trajeron engañada.
-No, a lo sumo me engaño yo nomás.
-Yo me llamo Rosalía –dijo. Y tras un silencio que pareció no tener fin, agregó-: soy una de las putas viejas.
La Gallega, tal como se lo había pedido la señora Susana, entró a su habitación y comenzó a ordenar lo poco que había para ordenar. Sin saber bien por qué, sacó una valija de abajo de la cama aún destendida, la colocó encima de ésta y la abrió. Bien doblados, se encontraban vestidos de colores diversos, algunos zapatos, pañuelos sedosos, y, debajo de todo, una pequeña caja metálica que tenía, en sobre relieve, una desaparecida marca de té.
Se sentó al lado de la valija y  abrió la caja con delicadeza, como si se tratara de algo frágil. Lo primero que sacó fue una foto, en realidad el recorte de una revista en donde se veía a una conocida modelo del momento montada sobre unos zapatos de tacones finos y puntiagudos, los célebres stilettos, y envuelta en una brillante chaqueta de mohair que se adivinaba suave como toda ella. El pelo rubio, visiblemente teñido, caía sobre los hombros desnudos, y la enorme sonrisa dejaba al descubierto una dentadura nívea y perfecta. “Soy lo que siempre soñé ser”, rezaba el título de la nota sobre la foto. Soy lo que siempre soñé ser, repitió para sí la Gallega. Y se vio a sí misma sentada en otra cama, mucho más pequeña que la de ahora, con las piernas cruzadas y la revista que había sacado a escondidas de una peluquería sobre su falda. Le impactó tanto ese título. Soy lo que siempre soñé ser. ¿Bastaría con soñar, nada más?, se preguntó entonces y se preguntaba ahora. ¿Quién nos enseña y dónde se aprende a soñar? Con ayuda de una percha de madera, había recortado con mucha delicadeza la foto la había guardado junto a sus cosas más preciadas en la caja. “Quién sabe en qué geriátrico estarán ahora vos y tus sueños”, pensó tras revisar en su memoria que hacía muchos años que nada se sabía de aquella modelo de la foto. Dejó el recorte a un costado y continuó sacando cosas. Un rosario con cuentas de plástico. Una flor seca. Una carta doblada en cuatro que no quiso abrir en ese momento. La foto que buscaba. Los ojos húmedos borronearon aún más la imagen de esa niña parada en el sendero de una plaza, con aquel vestido que ella recordaba celeste pero que en la monocromática foto se veía gris; en una mano, una flor recién cortada, y en la otra, la mano de mamá Rosa.
Sin saber la razón, recién ahora percibió lo corto del vestido de mamá Rosa. Aún no era, pensó, la época de las minifaldas, y no sabía, además,  por qué ella no la recordaba vestida así. Los zapatos también eran altos, como los de la modelo de la foto de la revista, pero con el cabello corto y peinado hacia un costado. Al fondo, a lo lejos, se adivinaba la fuente de los deseos en donde más tarde, después de tomarse la foto, habían arrojado una moneda.
 Mamá Rosa reía, pero se adivinaba la tristeza en ese rostro joven y, sin embargo, ajado. Ella también reía. ¿Por qué será –se preguntaba – que uno siempre sonríe en las fotos? Como si se quisiera eternizar esos momentos de fugaz felicidad. Como pretendiendo detener el tiempo en ese instante etéreo. Vana ilusión. Engaño consentido. Eso era esta foto y quizás todas lo fueran. Acarició el papel como si pudiera acariciar ese rostro que era tan distinto al de sus recuerdos. Al de los sueños que cada vez soñaba menos.
“Te extraño, mamá Rosa”, balbuceó. “Estoy tan sola. ¿Estarás vos también tan sola como yo?”
La Gallega guardaba la foto dentro de la caja cuando entró sin anunciarse la señora Susana a la pieza.
-¿Estás bien, Gallega? –preguntó–. Estás pálida como un papel.
-Sí, no es nada –dijo–, no estoy durmiendo bien últimamente. Eso es todo.
-Todas estamos igual, mirá. Con este asunto de los guerrilleros y la poca clientela como para estar tranquilas.
-Sí, debe ser eso –mintió.
-Pero va a cambiar todo ahora, ya vas a ver. Se acabó la joda, m’hijita, con esta gente una y dos y adentro, ¿eh? Quedate tranquila vos, ya vas a ver cómo vamos a andar mejor en poco tiempo.
-Gracias, Susana, ya me voy a sentir mejor yo también.
La Gallega gustaba de llamarla Susana a la señora Susana. Prerrogativas de la edad o tal vez el hecho de que ella no olvidaba nunca que ambas venían del mismo sitio. Casi la misma calle.

La señora Susana era una mujer que rondaba, aunque no los demostraba, los setenta años y alguna vez también había acunado ilusiones de esas que promete la fama. Con apenas doce años había comenzado lo que imaginaba una gran carrera como cantante a instancias de su padre, quien la introdujo, sin medir las consecuencias, en el mundo de la noche y los cabarets.
Tenía una hermosa voz y afinaba como pocas en el suburbio del Rosario de comienzos de siglo. Por aquellos años, la prostitución era el negocio de mayor auge y las mujeres competían en belleza y seducción. Adolescentes de casi toda Europa llegaban traídas por los tratantes modernos y aquellas que tenían suerte - las menos- llegaban incluso a regentear sus propios locales. Judías, polacas y francesas se mezclaban en una babel suburbana en donde la muerte violenta y las enfermedades venéreas eran moneda corriente.
Susana cantaba y su padre tocaba la guitarra. Llegaban antes de la medianoche y tras una actuación de no más de diez minutos, él enfundaba su instrumento, cobraba unas monedas y se retiraban por la puerta del fondo inmediatamente después de acabado su número. Eso sucedió apenas dos o tres veces. Susana era demasiado joven y atractiva como para pasar desapercibida ante los agudos ojos de los buitres. Aunque  vistiera ropas de hombre. Aunque la gangosa voz del locutor la anunciara como “la voz juvenil del tango”. Así, sin nombre, género o  detalles. Se plantaba en el escenario con un saco cruzado y un amplio pantalón a rayas blanco y negro, un sombrero compadrito y un cigarrillo apagado en la boca. Y cantaba. Con esa voz que podría ser la de cualquier adolescente. Una noche, que no fue una noche cualquiera ya que ese día era su cumpleaños, se acomodó sobre el escenario de madera y al escuchar el primer acorde escapado de esa guitarra conocida, comenzó a gorjear una milonga. El bullicio, las luces de colores, el humo, el olor a licor barato y sudor desaparecieron como en un cuento. Una voz juvenil escapaba de su garganta fresca y con cada movimiento de sus brazos marcaba compases, sus pequeños puños se crispaban en un falsete o planeaban con delicadeza como un vuelo de paloma acariciando el aire en un sostenido. Podía adivinar la sonrisa de su padre a sus espaldas. Sentir su satisfacción. Su orgullo.
Terminó de cantar y los ruidos volvieron a invadir la sala. Hubo algún aplauso. Alguien eructó y alguien gritó exigiendo otra cerveza. Nada raro. Lo usual. Pero algo  parecía no estar bien. Notó un movimiento extraño detrás de la barra en el momento en que su padre iba por la paga. Lo vio intentar, en vano, levantar la voz. Sintió en su propio cuerpo los golpes que le propinaron y las lágrimas de los ojos de su padre fueron de ella cuando intentando minimizar lo que sucedía le dijo:
-Quedate con ellos, reina, después te llevan a casa.

Permaneció en su lugar paralizada por el miedo observando cómo dos tipos lo sacaban tomado de los brazos y lo arrojaban a la calle por la misma puerta en que solían salir juntos después de cada actuación.
Don Silvio, el dueño del cabaret, observaba la escena desde la barra y sonreía. Los dos tipos que se habían llevado al padre se acercaron a ella y le hicieron seña de que los siguiera. Con uno a cada lado, recorrió un estrecho pasillo y luego la escalera que llevaba a la parte de arriba del cabaret y que oficiaba de oficina. Atravesaron una puerta. Ingresaron a una sala en donde un lujo vulgar ornamentaba el escritorio del jefe. Detrás de una mesa pesada, un sillón de cuero vacío. A un costado, sentada sobre una de las sillas, una mujer con poca ropa y mirada perdida la observaba con displicencia. A un costado, en una mesa pequeña, dos desconocidos jugaban cartas. Uno de ellos la miró entrar, dio una pitada fuerte al cigarrillo y volvió a los naipes. Los dos que la habían llevado hasta allí se colocaron a cada lado de la puerta de acceso y no se movieron hasta que llegó don Silvio, flanqueado, como siempre, por su hijo, también de nombre Silvio, y un guardaespaldas que lo seguía como una sombra.
El mayor ocupó el sillón de cuero y clavó los codos sobre la mesa. El otro Silvio se colocó delante de ella e intentó acariciarle la cara. Sonreía. Susana corrió la cabeza hacia un costado tratando de evitar la caricia. Silvio largó una carcajada. La mujer, que hasta ese momento parecía estar embalsamada en su sitio, se levantó sin apuro, se acercó a ella, la miró a los ojos y le dio vuelta la cara de un cachetazo. Susana sintió el ardor y cómo se enrojecía su mejilla. Se contuvo como pudo para no largar el llanto. Tras una casi imperceptible señal, uno de los tipos tomó la mesa pequeña en donde jugaban con los naipes y la colocó en el centro de la habitación. La tomó de una mano y la hizo pararse sobre ella.
-Cantá –ordenó sin emoción Silvio, el hijo de don Silvio.
-Cantá para papito –agregó don Silvio.
La pequeña, tiesa de miedo, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo alcanzó a balbucear en su inocencia:
-Me falta la guitarra.
-No te hagás problema, yo te acompaño –dijo burlón uno de los que había estado jugando a los naipes, y comenzó a gritar imitando una guitarra: glin, glin, glin, glin. Y todos estallaron en una risa que pareció sacudir la habitación.

Susana cerró los ojos y trató de imaginar que estaba en otro lugar, muy lejos de allí, cantando para su padre. Mirando el río. Caminando por la calle Francia, la de los tenderos, para elegir la ropa con que se iniciaría como artista. Rogando, a las risas, a don Rivas que le fiara el planchado del sombrero. Y empezó a entonar un valsecito. Rígida, sobre la pequeña mesa, con los puños apretados y el temor oprimiendo su garganta, cantaba. Cantaba y sentía un frío húmedo que brotaba de sus ojos y rodaba a través de las mejillas inflamadas de dolor y vergüenza. No sintió la mano pero sí notó que le quitaban el sombrero. Sintió sus cabellos negros caer con suavidad sobre sus hombros. Abrió los ojos y vio a la mujer que, ante la mirada pérfida de todos, comenzaba a quitarle el saco. La camisa. El pañuelo de cuello. Sintió cómo toda la piel se iba erizando mientras le quitaba el pantalón rayado y dejaba su cuerpo semidesnudo en exhibición. Siguió cantando, buscando con el canto exorcizar el pánico. Sintió las manos suaves y de largas uñas desprenderle el sostén y dejar sus pequeños pechos descubiertos. Y esas mismas manos comenzar a recorrerla suavemente acariciando su espalda, sus hombros, su entrepierna. Sintió las delicadas yemas de unos dedos contornear sus pezones, su cuello crispado. Sintió el dorso de esas manos acariciar la mejilla que esa misma mano había golpeado. Y luego esas manos se ciñeron en su cintura y su cadera para quitarle lo último que cubría su pudor, hasta dejarla desnuda. Y ella cantaba. Sin escuchar siquiera su propia voz. Sin escuchar las risas que imaginaba a su alrededor. Sin escuchar el jadeo de esa perra que ahora la recorría con su lengua profanando la piel de su cuello, de sus pechos, de su vientre. Y ya no cantaba. Apretaba los labios con fuerza para evitar el grito. Y a esa lengua se sumaron otras manos que la recostaron sobre el sillón de cuero primero y sobre la alfombra del piso después. Y apretaba los puños. Y apretaba los labios. Y apretaba los ojos. Intentaba, vanamente, apretar cada parte de su cuerpo que se iba lacerando y rompiendo y sangrando. Sintió crecer el dolor hasta que el dolor y su cuerpo fueron una misma cosa. Después, ya no sintió nada.


La señora Susana abandonó el cuarto de la Gallega y el ruido de la pava que llegaba desde la cocina la hizo dirigirse hacia allí. Apagó el fuego, retiró la pava y le cargó un poco de agua a través del pico desde la canilla para cortar el hervor. Destapó el termo y lo llenó con la intención de tomar unos mates. La noche parecía que iba a ser larga y tranquila. “Cómo se nota que soy yo la que paga el gas”, murmuró entre dientes mientras colocaba el tapón del termo. Como en un ritual, vació el mate usado en la bolsa de basura y lo cargó con yerba nueva. Mientras echaba el primer chorro de agua adentro del mate, sintió voces en la entrada. Se colocó el termo debajo del brazo y con el mate humeante en la misma mano, se dirigió a ver de qué se trataba. En el pasillo se encontró con Elvira.
-Ahí la buscan –susurró.
-¿A mí?, ¿quién es?
-Milicos.
-¡No seas atrevida, querés! –refunfuñó en voz baja mientras que, por intentar zamarrearla de un brazo, casi pierde el equilibrio y voltea  el termo.
Llegó al living y se encontró con tres personas vestidas con uniformes verdinegros. El que, en apariencia, estaba a cargo del procedimiento, se hallaba un paso más adelante de otros dos soldados que, aunque se empeñaban en poner cara de profesionales, no podían evitar que sus ojos bailotearan de uno a otro lado tratando de ver lo que, se supone, puede llegar a verse en los sitios prohibidos. Las casas de putas tienen algo especial que puede percibirse en el aire que se respira ahí dentro. Aroma de hembras siempre dispuestas a satisfacer. A sudor de placer, no de trabajo.
 Los dos jóvenes soldados de piel morena eran una mueca de temor, ansiedad, confusión; será que la escasa instrucción que reciben en los cuarteles no prevé como escenario de  guerra los kilombos.
A su llegada, los había recibido Rosalía, quien en ese momento lucía una ropa interior de color turquesa y puntillas negras; y todo ese ajuar cubierto solo por un sugerente salto de cama transparente y largo hasta debajo de las rodillas que dejaba adivinar, sin esfuerzo, el contorno de su cuerpo. Ahogó una risa cuando escuchó la voz aflautada del teniente pidiendo por la dueña de casa.
-Teniente Casas. Ejército Argentino –exclamó con una voz que quiso ser marcial pero que escapó como un cacareo. Carraspeó, aclaró la voz y continuó–: necesito ver urgente al responsable de este lugar.
Rosalía sonrió como si le hubieran preguntado por la tarifa de la casa y los invitó a tomar asiento mientras buscaba a la señora Susana.
-No es necesario –gritó el Teniente, que no entendía que lo que no era necesario era gritar–; estamos en visita oficial así que notifique cuanto antes de la situación a la ciudadana Susana.
-A la orden, mi general –respondió Rosalía haciendo la venia y se retiró moviendo de un modo exagerado su generoso trasero calculando cuánto le costaría tragar la saliva a los conscriptos.

Cuando llegó la señora Susana, los encontró como petrificados en el sitio en que los había dejado Rosalía. Si bien ella hacía todo cuanto podía por defenderlos, tuvo que reconocer que la imagen de aquellos tres era patética. Parecían una mala imitación de los soldaditos de plástico que siempre soñó con regalar a los hijos que no tuvo. Los fusiles en los brazos de esos inexpertos les daban un aspecto grotesco. El Teniente, con su cara aniñada y una gota de sudor cayéndole impúdicamente desde debajo de la gorra, dejaba traslucir no solo que era éste su primer procedimiento sino que, además, era su primera excursión a un prostíbulo. Mala combinación. Y además el calor. Los dos soldaditos vestidos con uniforme de fajina, transpirando copiosamente, inspiraban más pena que temor. “Como para mandarlos a la guerra a estos tres –pensó la señora Susana–, se van a matar entre ellos”.
-Buenas noches caballeros –saludó con una sonrisa comercial y tendió la mano hacia el Teniente–, ¿en qué puedo ayudarlos? Soy la señora Susana, responsable de este local.
-Teniente Casas –respondió él, dudando si correspondía darle la mano, lo que al final no hizo para evitar que se notara que estaban empapadas en sudor–; necesitamos hablar con usted de manera inmediata.
-Soy toda oídos –respondió la señora Susana colocando el termo y el mate sobre la mesa–, pero por favor, no se quede ahí parado, está en su casa.
El Teniente volvió a dudar pero tomó asiento en una de las sillas. Los dos soldados permanecieron de pie. Inmóviles.
-¿Quiere  un mate?
La pregunta lo hizo volver a la realidad al Teniente, quien se vio a sí mismo, sentado como de visita, cuando en realidad venía con órdenes precisas a las que debía dar cumplimiento efectivo. Y, además, imaginarse chupando la misma bombilla que esa boca que quién sabe por dónde habría andado le revolvió el estómago.
-Discúlpeme, señora –gritó de repente, poniéndose de pie con tanta energía que los dos soldados, que habían logrado relajarse un poco, llevaron presurosos los fusiles hasta la altura del pecho y achinaron los ojos debajo del casco–, pero vengo en misión oficial. Lamento comunicarle que, a partir de este momento, no podrá continuar usted con las actividades que venía realizando en esta casa. Cualquier situación que signifique una negativa evidente o encubierta a esta directiva será considerada falta grave y se procederá en consecuencia. Queda usted debidamente notificada.
Terminó el discurso y permaneció de pie con la mirada perdida. El silencio era total, apenas interrumpido por el jadeo del Teniente, que repasaba mentalmente su perorata evaluando si se le había olvidado algo. Juzgó que no. Los soldados parecían  no respirar.
-¿Qué me estás diciendo? –. La señora Susana perdió toda su compostura. La sonrisa se borró por completo de su boca y el tono de su voz sonó amenazante. Se puso de pie y detuvo su rostro a centímetros del otro, que continuaba con la mirada en un punto imaginario entre el sillón grande y la entrada al pasillo-. ¿Vos te pensás que podés venir a mi casa y así como así decirme que no puedo trabajar más? ¿Y quién me va a dar de comer, vos? O pretenden que vaya todos los días al regimiento a hacer cola para que me den un plato de comida como si fuera un pordiosero. Yo qué les hice. Decime. ¿A quién jodo?
En ese momento, irrumpieron en la sala la Gallega, Elvira y Rosalía, atraídas por los gritos de la señora Susana. El desconcierto de los dos soldados ante ese ingreso abrupto  de tules multicolores y carnes al descubierto fue total. La señora Susana continuó:
-A vos quién te mandó. Zabaleta, ¿no? ¡Cobarde hijo de puta! ¿Por qué no vino él a dar la cara? ¿O no te dijo que es “amigo” de la casa? Y si nos echa a nosotras qué va a hacer, ¿eh? Va a tener que elegir entre cogerse a la mujer o a alguno de ustedes. Y conociéndola a la mujer me parece que se queda con ustedes –. Miró por primera vez a uno de los soldados-. ¿A vos ya te cogió?, parecés tiernito, como le gustan a él. ¿Y a vos? –dijo, mirándolo al otro que parecía una estatua de sal–. No, a vos no creo; no le gustan los negros.
El Teniente trató de retomar la situación.
-Señora, le voy a pedir que se calme.
-¿Y si no, qué? ¿Me vas a detener? ¿Me vas a cagar a palos? Decime. Decime qué problema tienen conmigo– bajó la voz tratando de controlarse–, explicame por favor. Debe tratarse de una confusión.
El Teniente sintió que era el momento de recuperar el terreno perdido y trató de asumir una actitud paternalista. La acompañó a sentarse y se ubicó a su lado tomándole de una mano. Levantó la mirada y se encontró con el rostro demudado de Rosalía a quien, por los nervios y la corrida, se le había escapado un pecho del sostén.
-Tráigame un vaso de teta, por favor –le dijo sin pensar.
-¿Un qué?
-Un vaso de agua, caramba –dijo volviendo la mirada a la señora Susana que se había recostado sobre el  sillón y le apretaba con fuerza la mano-. Por favor –dijo dirigiéndose a ella–, no se ponga así, yo le voy a explicar –continuó sin medir sus palabras.
-Bueno -se irguió la señora Susana–, explicame.
La palidez volvió al rostro del oficial. Lo habían mandado a cumplir una orden, no a dar explicaciones. En ese momento Rosalía volvía con el vaso de agua por lo que aprovechó a ganar unos instantes y pensar una respuesta.
-Gracias –dijo, y lo tranquilizó ver que el seno había vuelto a su lugar.
-De nada –respondió Rosalía y se asió al brazo de la Gallega que hasta ese momento no había emitido sonido; conocía a Susana y sabía bien cuándo debía hablar y cuándo no. Permaneció estática y silenciosa mientras buscaba con la mirada a Elvira para invitarla a su lado. Mejor estar juntas. Por cualquier cosa.
-Explicámelo, querido –suavizó con astucia el tono mientras bebía un sorbo de agua–. ¿Por qué no podemos trabajar?
-Mire, en confianza –se sinceró el joven oficial–, yo lo que le puedo decir es que el Coronel Zabaleta me mandó con esta orden cumpliendo un pedido de alguien.
-¿Cómo de alguien? ¿De quién? –se exasperó la señora Susana.
-No me pida que le dé nombres, por favor, solo le puedo decir que usa sotana.
-¡Hijo de puta! -explotó la señora Susana.
-Le dije que no lo dejara entrar –gritó Elvira, quien ya se hallaba tomada del otro brazo de la Gallega.
-¡Callate la boca, vos! Cuando quiera que hables te voy a avisar.
El grito de la señora Susana fue tan inesperado que los dos soldados se sobresaltaron. Al primero de ellos aún lo tenía preocupado lo del Coronel Zabaleta.
-¿Así que ahora se acordó que coger era pecado ese hijo de puta?
-Señora, por favor –suplicó el Teniente– que no se le vaya a escapar que yo...
-Shhh, quedate tranquilo –recobró el aplomo la señora Susana–. Vos no tenés la culpa de nada. Andá. Andate tranquilo y llevate a estos dos antes de que se me caguen aquí dentro. Yo me encargo de todo.
-Muchas gracias, señora –. Se incorporó con una sonrisa el oficial. – No sabe cuánto le agradezco que me haya evitado tener que usar la violencia.
-¿En serio te parece que lo que acabas de hacer no es violencia? Disculpame, ¿viste? Al principio pensé que tu problema era ser joven e inexperto, ahora me doy cuenta de que no. Sos boludo, nomás. Vayan. Salgan de acá.
-Buenas noches, señoras –alcanzó a decir mientras salía con paso marcial de la casa seguido por los dos soldados que no se ponían de acuerdo en quién salía primero ya que la estrechez del pasillo no les permitía salir juntos y blandiendo los rifles.
Se oyó el estampido de la puerta de entrada. El rugir de un motor que se alejaba.  En la casa se callaron las voces.
Al escuchar la puerta que se cerraba, las tres mujeres corrieron al lado de la señora Susana que permanecía en el sofá, con la cabeza entre sus manos y doblada sobre sí misma. La Gallega se colocó a un lado y Rosalía al otro. Más allá, Elvira. La señora Susana lloraba y nadie se atrevía a interrumpirla. Solo la Gallega acariciaba su cabello. Vio las raíces canosas al fondo de un pelo desteñido y sintió pena por esa mujer que parecía haber recibido de repente una estocada certera y final.
-¿Qué vamos a hacer, señora? –preguntó Rosalía cuando no aguantó más la presión del silencio.
-Se van a tener que ir, chicas. Nos soltaron las manos.
-¡Cómo que nos soltaron las manos! –irrumpió ingenuamente Elvira.
-Mirá, no importa, lo que sí, es que van a tener que rajarse de acá cuanto antes.
-¿Y adónde?
-No sé, a cualquier parte. Esta casa ya no es segura.
-Pero quién le dice que no podamos conseguir algún trabajito, aunque sea de mucama, a mí no me importaría si tuviera que rebajarme a ser mucama, con eso le digo todo– dijo Elvira.
-¡Mucama! –La señora Susana largó una risotada que relajó un poco el ambiente tenso que se percibía en la casa-. ¿Cómo se te ocurre que alguien va a llevar a una puta de mucama a la casa?
-¡Y por qué no! Después de todo, no le hacemos mal a nadie, ¿no?
-Mientras no salgamos a la luz, no. Somos parte del juego de hipocresía de todo el mundo, gracias a nosotras hay maridos perfectos, funcionarios perfectos, curas castos y viudas recatadas (no fue exactamente así la frase sino más vulgar y confusa). Nosotras venimos a ser el culo de esta sociedad: imprescindibles, pero ocultas. Somos descartables. Somos basura. Somos la lepra. ¿Vos creés que alguno de esos señores o señoras que atendemos a escondidas nos van a llevar a su casa? No, chiquita, no te confundas, vos disfrutás del paseo en el zoológico pero no te llevás los monos a tu casa.
-¿Vos qué decís Gallega? –le preguntó Elvira.
La Gallega encendió un cigarrillo, lanzó un sonoro suspiro y dijo terminante:
-Me parece que se enfrió el agua del mate, che.



Eran las tres de la madrugada cuando la nueva ronda de mate las halló aún en el living y sin mucho más que monosílabos como toda forma de diálogo. Qué decir. Por la cabeza de cada una de ellas rondaban ideas confusas y el temor ante lo inevitable ponía cercos cada vez más altos que sortear.
Elvira repasaba los momentos vividos en esa casa a la que alguna vez sintió como su oasis. La Gallega fumaba quizá un poco más que de costumbre y no hacía nada por ocultar su nerviosismo. La señora Susana alternaba las puteadas con los sollozos y trataba de poner un poco de orden a sus pensamientos dispersos.
Rosalía caminaba. De uno a otro lado de la habitación, como en la antesala de un parto. Tenía razones para sentirse mal. Ella, junto a la señora Susana, habían sido las primeras en llegar a esa casa hacía no recordaba cuántos años. Quizás cien o mil. Daba lo mismo. A ella también, como a las otras, la habían rescatado de la calle la señora Susana y un tal Rodolfo, que vivía en aquel momento con y de Susana.
Rodolfo era un gitano que por entonces rondaría los cuarenta años. Alto, moreno y seductor, se apareció una noche en el momento exacto para que alguien acostumbrada a la rutina y lo ordinario, creyera por un instante en los cuentos de hadas.
Rosalía caminaba en su calle como cada noche cuando, desde un auto estacionado a pocos metros de allí, le habían hecho la inconfundible señal de luces. Se acercó. Dentro del vehículo, cuatro adolescentes con alguna bebida de más encima interrogaron por la tarifa. Lo usual.
-¿Cuánto cobrás, mamita? –interrogó el que oficiaba de acompañante en el asiento delantero. Los demás reían.
-Depende –respondió intentando hacerse cargo de la situación. Sabía que con los jóvenes debía ser cuidadosa ya que al no poder manejar adecuadamente la energía con la entrepierna  canalizaban la misma por los puños, convertida en violencia.
-Hacenos descuento por mayor –gritó uno desde el asiento de atrás.
-Vení, subí y vamos charlando en el camino –agregó el que conducía.
El olor a alcohol que emanaba desde adentro del auto le advirtió a Rosalía que lo mejor era alejarse de allí.
-Chau, chicos, nos vemos en otro momento –dijo, fingiendo una sonrisa atenta y comenzó a alejarse.
La puerta de atrás se abrió de pronto golpeándola de lleno en el torso, lo que  hizo que perdiera el equilibrio y fuera a caer pesadamente sobre la vereda. El que había abierto la puerta bajó a toda velocidad y se colocó sobre ella. La tomó por los hombros y la miró cara a cara.
-Che, muchachos –gritó–, me parece que es un macho, mirá los bigotes que tiene.
Rosalía intentó darle un cachetazo pero la mano pesada del que la había derribado la detuvo en el aire.
-¡Qué! ¿Encima de fiera sos mala también? –dijo, y con la mano que tenía libre le descargó una cachetada que resonó en toda la cuadra.
-¡Hijo de puta! –alcanzó a gritar Rosalía, mientras veía la mano que volvía a elevarse.
         Cuando ya presentía el nuevo golpe escuchó el grito de dolor del otro. Abrió los ojos y vio una silueta desconocida sacudiendo a trompadas a su agresor. Los compañeros, lejos de bajarse del auto a ayudarlo, arrancaron y se detuvieron  algunos metros más adelante. De adentro se escuchó a uno de ellos:
-¡Dale boludo, rajemos que cayó el fiolo!
El que había salido en su defensa dejó que el cobarde se levantara y corriera hacia el coche. Arrancaron con un chirriar de ruedas y se perdieron en la oscuridad.
Rosalía sintió una mano que tomaba la suya y la ayudaba a incorporarse. Entonces fue cuando vio esos ojos verdosos como esmeraldas, la sonrisa segura, el mechón de pelo negro que caía desordenado sobre el rostro anguloso y varonil. Creyó estar en un sueño.
-¿Estás bien? –preguntó él.
-Creo que sí. Gracias a Dios que llegaste sino seguro que me mata el guacho ese.
-¿No tenés a nadie que te cuide? Sos demasiado bonita para andar sola en la calle.
-No, gracias –dijo, acomodándose la ropa–; prefiero aguantar que un tarado de estos me pegue cada tanto a mantener un vago que me viva y encima me faje todas las noches que se le ocurra.
-Ja, ja, parece que tuviste malas experiencias en el tema –dijo, mientras le quitaba unos restos de hojas que habían quedado sobre su hombro.
-Prefiero no hablar de eso. Ah, yo me llamo Rosalía. -Estiró la mano.
-Yo soy Rodolfo –dijo, tomándole la mano y rozándola apenas con un beso en la mejilla-. Mi mujer trabaja cerca de acá. En Suipacha al 200. Cuando quieras, pasá por allá. Susana, se llama. Le vas a caer bien.
-Gracias. No te aseguro nada. Pero de todas maneras gracias.
Lo vio alejarse del mismo modo en que apareció. Como un fantasma. Como una ilusión. Con las manos en los bolsillos de una campera de cuero, sin mirar atrás. Seguro de sí mismo y de que ella lo estaría observando.
Como no podía ser de otra manera, poco tiempo después él se encargaba tanto de la señora Susana como de ella. Cuidaba de ambas. Vivía de ambas. El problema fue cuando empezó a golpear a ambas.
-Hay una sola forma de sacarse a estos hijos de puta de encima –había dicho la señora Susana una madrugada que su boca sangró más de la cuenta y la nariz fracturada obligó a inventar  respuestas en la guardia del Hospital Baigorria.
-No hablés ahora, Susana –la consolaba Rosalía, que la observaba con un solo ojo ya que el otro era una bola amoratada-. No hablés ahora.
No hay mejor cómplice que el silencio. No hay refugio más confiable que el olvido. Por eso hay cosas a las que mejor no mencionar. Poco tiempo después, la habitación de la pensión quedó vacía. Las dos mujeres partieron hacia algún lugar que podría ser el sur, según algunos. Del gitano nadie volvió a tener noticias. Alguien dijo que lo mataron en una pelea. Otros prefieren no decir nada. Ese nombre desapareció del lenguaje de las dos mujeres que un día aparecieron en la estación de ómnibus de un pueblo de La Pampa dispuestas a comenzar de nuevo. Con la esperanza de empezar de nuevo. Pero nunca se sabe.