Cuentos

PALABRAS PARA LA MUJER QUE AMO
                                      
                                                                                                          A Nerina    

1- Salvo por razones literarias que así lo justificaran, siempre es bueno comenzar un relato por el principio, aunque sea tan difícil definir habitualmente cuál es el comienzo de cada acto, de cada historia. Si es que acaso hubiera sólo una o si determinados actos de nuestra vida pudieran aislarse y observarse entomológicamente, disecando momentos como si fueran cutículas de insectos. Quizá, sólo sea lineal el olvido.
           Arbitrariamente, adopto una noche y una circunstancia para ubicar este comienzo. Una noche con la irrealidad inevitable del recuerdo; porque el recuerdo - paradójicamente - suele ser tan ajeno y distante de la verdad como el espejo de la imagen. El recuerdo es maleable, maníqueo, mentiroso.
             Esa noche es una  noche de la que no quedan certezas sino imágenes, voces, fantasías (porque la fantasía acaso  sea un complemento inseparable de la memoria); los silencios y las palabras iban alternándose y amalgamándose de un modo que parecía ser casual pero que de ningún modo respondía al azar sino a la complementariedad; el diálogo era una conjunción de piezas de algún rompecabezas epistemológico, una búsqueda consciente quizás, pero no forzada, de horizontes comunes, de disidencias paralelas.
           Esa noche, irremediablemente, estaba signada a ser distinta. Estaba marcada por el encuentro, el descubrimiento, el onírico ritual de la significación. Había entonces que cuidarla, resguardarla, evitar teñirla de rutina y falsedad, de mentiras empalagosas, de cinismo. No fue difícil. Fue espontaneo, natural. Casi  diría lógico, si acaso la lógica fuera lo que explica (no digo ya provoca) el final de la noche y el comienzo del día.
                Esa noche conocí a una mujer que impresionó cada uno de mis sentidos. A todos ellos. Con sus silencios precisos (no medidos) fue convirtiendo  los míos en historias olvidadas en mi cobardía; me permitió abrir hacia ella mi fragilidad sin sentir indefensión; y exhibir mis miserias sin temer el escarnio. Y uno a uno fue exorcizando mis angustias con el sólo ritual de su mirada.
                    Los comienzos suelen estar cargados de expectativas, de ansiedades; todas las experiencias pasadas concurren a aportar su cuota de confusión, las comparaciones son inevitables, los recuerdos suelen ser traicioneros; es que hay quienes están irremediablemente condenados a repetirse una y otra vez en sus fracasos y cada nuevo intento no lleva sino la oscura intencionalidad de corroborar lo presentido, de confirmar la inexorabilidad del destino, de un destino al que se vive ajeno y sobre el que nada puede hacerse sino apenas resignarse y esperar el milagro. Qué paradójica se ve la espera de milagros por parte de quienes ni siquiera tienen la fe necesaria para creer en ellos mismos.
            Yo no creo en milagros y descreo de todo aquello que no dependa de uno mismo,   por lo que viví aquel encuentro como  una melodía escapada de esa música del azar de la hablan ciertos poetas; una melodía  que podía llegar a ser apenas eso, un curioso juego de esa causalidad inasible que llamamos azar o una unión de dos historias con los suficientes puntos en común y objetivos también comunes como para empezar una nueva.  Una historia de amor. Apelando a la paráfrasis diría como el viejo filósofo refiriéndose al tiempo cíclico: si me preguntan qué es, no lo sé.
                No intentaré, por absurdo, definir el amor. No lo haría ni aun pudiendo hacerlo ya que hacer cosas sin sentido es peor que no hacerlas. Qué aportaría a mi historia o a la de quienes circunstancialmente lleguen estas palabras la definición de algo que - por definición- no puede definirse. Definir es poner límites, reducir a su mínima expresión, encorsetar; cómo hacer eso con un sentimiento, cómo hacerlo con un cielo, cómo con una luz espectral que rompe la monotonía de la noche.
Debo confesar que de las cosas que me asustan, cada vez más le temo a la cordura.
              Sin saber bien porque - quizás por presentir que sería lo adecuado - decidí que lo mejor sería comenzar por hacer de la verdad y la franqueza el sino de nuestra comunicación; debo confesar que la mentira, el engaño  y la omisión (sobre lo cual volveré más tarde) no habían resultado hasta ahora, como no suelen resultar jamás, los mejores elementos para relacionarme de un modo que no fuera perjudicial. Es natural, todo lo que se cimiente sobre fango, más temprano que tarde caerá por su propio peso; tanto más fuerte y más precoz cuanto más frágil sea el sustento y mayor la carga de expectativas puestos sobre sí.
             Si bien no fue sencillo, tampoco me resultó imposible y esto resultó así - no tengo dudas - porque de ambas partes la mirada era la misma, la pasión  era semejante.
               Soy un hombre que busca. Ese - sospecho - es mi mayor mérito y tal vez sea también  la razón  de mi congoja. Un hombre que busca no es sino un hombre que pregunta, que duda, que cuestiona y se cuestiona, que carece de certezas; un perpetuo ignorante ávido de descubrir qué se esconde detrás de una sonrisa, en el borde romo de una lágrima, en el tímido murmullo de un suspiro; soy un hombre que quiso ser poeta para poder descubrir el valor y el poder de la palabra, para llamar a cada sentimiento por su nombre, para darle a cada amanecer  y a cada crepúsculo un sentido; para acariciar el alma de quien ama con el arrullo pertinaz de una poesía. Quise ser escritor para dejar un testimonio escrito de mis sueños y acaso una justificación de mis desvelos, para encriptar mis temores entre párrafos de cuentos y fantasías de ensueño, para que el silencio de mi voz no se viera corrompido con  el silencio eterno de mi  muerte.
                Aquel encuentro no fue -  ciertamente - el final de mi búsqueda sino, por el contrario, el  comienzo de otra; como aquel Minotauro que recorría el laberinto buscando; sin saber si deseaba hallar una presa, el amor, la libertad, o algo más de todo lo inexplicable y singular que puede ocultar un laberinto. No me bastó con   extasiarme con sus ojos, quise también gozar de su mirada, no me alcanzó con recorrer su piel, quería también cubrirme con su alma, con su historia, con sus lágrimas, con todo aquello que no alcanzara a acariciar con mis manos o a escrutar con mis  ojos, con mi olfato, con mi lengua áspera y cansada; quería cobijarla entre mis brazos, darle todo de mí, hasta mis huesos, fundirme y dividirnos, reinventarnos; asirla de la mano y de sus miedos y caminar hacia esa nueva galería que se nos presentaba en el inevitable e inextricable laberinto.
2-      La mujer que amo es alguien  transparente, de una belleza reversible y una inteligencia selectivamente prodigiosa.
                   Su transparencia es tal, que puede desplegar su alegría en una letra y  exhibir casi impúdicamente su tristeza en un silencio, su voz es melopea que sosiega no del mismo modo pero acaso sí por la misma razón que - infiero - la música tranquiliza las bestias; porque no existe engaño ni intencionalidad falaz en el sonido. La música es pura, como pura es la sonoridad de sus palabras. Palabras que van surgiendo sin prisa  y sin demora, con la sabia exactitud de un amanecer y la belleza inenarrable de un ocaso. Ella sabe escuchar. Y entiende las voces que suelen llegar veladas debajo de otras voces; ecos silenciosos, callados casi,  símbolos, enigmas, voces de los que no tienen voz, que nunca la tuvieron o la extraviaron en borrascas de tristeza, de soledad, de pérdida. Ella sabe escuchar, por eso habla. Por eso no sabe de diálogos de Babel ni de intenciones soterradas. Habla con la misma probidad con la que escucha, y cuando debe callar, su silencio  es un punto final. Tan sólo eso.
               La mujer que amo es bella, por dentro y por fuera. Su belleza es luz, es arco iris, agua clara; es marejada incontenible, céfiro inmarcesible, es fragancia; su belleza no se puede describir - no sería válido -   ya que el espíritu no precisa de adjetivos para apasionarse, o acaso algún orate puede creer que el sol será menos sol si  dejara de escrutarse. No caeré, por tanto, en el dislate, de mencionar  formas, colores o tamaños; cada cosa vale - apenas - el valor que le damos, nada tiene que ver - por fortuna o por desgracia - el precio que nos piden o el precio que pagamos. Nada hay, sin duda, más hermoso, que lo que  alcance a acariciar nuestros sentidos; y los hipnotice, los subyugue, los embriague;  la belleza pone un bálsamo de luz sobre las sombras, rompe el tedio, adormece la ira, transforma las palabras, resalta los colores, transmuta el murmullo en estridencia y el eco en resonancia. Si acaso existe un dios, así se expresa.
                 La inteligencia es  un don, una virtud y un privilegio. Nadie debería sentirse afectado o discriminado por no ser o que no se le considere inteligente; lo asimilo al mérito del deportista o el virtuosismo del artista; donde lo innato se amalgama y se nutre del esfuerzo, la constancia y la práctica; y así como admiro y me subyugo frente al arte, del mismo modo me impresiona la inteligencia. El inteligente  no debe confundirse con el memorioso ni con el ilustrado, la inteligencia- en mi concepción - no puede estar aislada de la pasión como no lo podría estar el arte; inteligencia es percepción, sensibilidad y pragmatismo, es manejo de tiempo y espacio, de acción y reacción, es transformar, comprender, asimilar  y quebrar esquemas, inteligencia es dudar, conjeturar, preguntar y preguntarse; nace en la imaginación y termina en la acción. Inteligencia es movimiento, vértigo, ímpetu. Inteligencia es - quizás - lo opuesto al sosiego.
                    La mujer que amo me subyuga con su inteligencia, me seduce, me enamora, me fascina. Mide cada idea a expresar, cada palabra, con la misma espontaneidad y virtuosismo con que el pintor  plasma cada pincelada, el poeta prescinde de la rima innecesaria o el escultor  desecha el ornamento fútil; no hay exceso ni ausencias. Y se equivoca. Y hace de cada error aprendizaje.

3-      Crecer es aprender. No  es  apenas un biológico proceso evolutivo; qué nos diferenciaría, sino, de las plantas y las bestias, qué nos diferenciaría - inclusive - no ya de los demás sino de nosotros mismos si no optáramos por ser mejores, en el sentido que le da Ingenieros, ser más sabios, más santos, más cercanos a la perfección, afanosos de conocimiento y con ansias irrevocables de ser libres. Ser libres a partir del conocimiento, lo que inexorablemente lleva implícito el precio de la finitud y acaso de la muerte. Las plantas, los animales, los que recién llegan a la vida, desconocen el concepto de libertad y desconocen también, al ignorar el sentido de la vida, lo inevitable de la muerte; no saben, no conocen, y por lo tanto - para ellos - no existe. Quizás allí estribe lo hórrido de la inmortalidad. Trascender a la muerte no es lo mismo que ignorarla.
                 Crecer en el conocimiento, a partir de él, es un proceso que comienza cuando tomamos conciencia de nuestra ignorancia y termina en el momento exacto en que bajamos los brazos; qué mayor satisfacción puede haber que llegar al final de nuestra vida que la sensación certera de que aun  quedaba tanto por hacer. Tal vez esa sea la sensación a veces tan indefinible que algunos llaman felicidad; una búsqueda, un ideal, y quizás, una certeza.
              Todo camino desconocido se nos ocurre árido y complejo, cada decisión que tomamos no es sino un desafío, cuánto más cuando ya caminos similares nos han poblado de miedos e incertidumbres, pero sólo quienes se arriesgan, quienes osan, son capaces de conocer qué hay detrás de una montaña, de la otra margen de un río, del otro lado de la soledad.
                 La soledad, como elección, es tal vez apenas una selección, un tamizaje; la soledad, como alternativa, no se me ocurre más que como un acto vil de cobardía; la soledad- como el poder - no se declama sino que se ejerce, consciente de su valor y de su costo, puede ser un grito silencioso o un triste gemido lastimoso que se oculta no entre las sombras sino - lo que es peor - entre el gentío; soledades colectivas, individualismo oculto en muchedumbres, mero autismo.
                 La mujer que amo y yo, nos encontramos, quizás, mucho antes que esa noche en que nos encontramos. Ambos éramos parte de la búsqueda del otro en el afán de completarse. Almas gemelas. Frase hecha, lugar común que mancillaron los falsos poetas; almas gemelas, ese fue el pensamiento primero, la primigenia ocurrencia de la mujer que amo ante el encuentro, ante la imposibilidad de dejar de mirarnos a los ojos tras la primera mirada, ante la ansiedad creciente de fundir nuestras bocas, nuestros cuerpos, nuestras soledades elegidas, nuestro rumbo. Es mi alma gemela, sé que murmuró sin que yo alcanzara a escucharla; no pensó con el cuerpo, no sintió con los sentidos; se expresó con el alma. Cómo no admirar a quien, sin medir consecuencias, sólo guiada por su instinto y sus ansias, no abre y entrega su cuerpo ni su mente sino ese hálito inasible, incorpóreo, único, que por desconocer cómo llamarlo, llamamos amor.
              La mujer que amo me enseñó una nueva forma – quizás la única forma- de conjugar el verbo amar, donde la primera y la segunda persona se funden en una tercera irreemplazable; me enseñó que dar y recibir son dos partes irreductibles de un mismo acto, me enseñó que soñar no sólo es posible sino irrenunciable y que con los ojos cerrados se ve más claramente si lo que se tiene abierto es el espíritu; la mujer que amo me enseñó –fundamentalmente – que es posible creer. Creer en uno mismo y creer en el otro, creer en lo posible y en lo inalcanzable, en lo palpable y en lo etéreo, creer en la magia y el misterio, en el ensueño y el presagio. Me enseñó a descifrar los enigmas de la infancia, a descorrer velos, a mostrar las entrañas, a levantar el escudo y a bajar la espada, me enseñó a leer lo que yo mismo escribía debajo de las palabras, a apreciar el sol detrás del arco iris de una lágrima.
              Yo, sé que apenas le di todo y  más. No importa cuánto. Le di mis ilusiones en jirones de papel y mi corazón envuelto en trapos, mis heridas sangrantes, mis palabras; las que nunca pude decir, no quise decir, no supe. Le di mi costado más débil, mis silencios más profundos, mis esfuerzos más vanos, le di todas mis miserias y mi sangre, mi lengua procaz y el desencanto.
         Y ella, la mujer que amo, mutó cada silencio en un poema, cada pesar en ilusión, cada tristeza en esperanza, sacó la desdicha de mis ojos pero, sin embargo,  dejó intacto el llanto, tal vez como un melancólico recuerdo de nostalgia, como un palpable símbolo de espanto; aprender es recordar, recordar es persistir. Tan infausta es la memoria, hito y estigma, procesión interminable de fantasmas.  



UNA HISTORIA DE MAR


Cuando él llegaba yo hacía horas que estaba esperándolo. Él lo sabía, sin dudas. Bajaba de su vieja barcaza con la mirada atenta a los cabos, al muelle; ajeno por completo a los cormoranes, los ocasionales turistas, al niño que lo esperaba cada tarde con la cabeza sobre los puños y la sonrisa congelada. Me gustaba sentir que llegaba con el ocaso a sus espaldas, el cigarro apagado en la boca y su gorra descolorida, dicen que alguna vez azul, hundida sobre sus escasos cabellos grises.
Miller se llamaba. Roland Miller. Había llegado desde algún lugar de Europa hacía demasiados años, no se molestaba en recordar cuántos, con alguien a quien llamaba tío y que se murió cuando él era muy joven aun. Apenas llegaría a los dieciséis años. Un error de cálculo, una herida descuidada y una inexorable gangrena fueron el preludio de una vida que desde siempre se empeñó en recordarle que hay quienes nacen con estrella y quienes nacen como él. Heredó del muerto la barcaza de pesca, el oficio y la soledad que lo acompañó como un lazarillo durante miles de millas y una eternidad de amaneceres y crepúsculos con aroma de mar y sabor a sal y cielos.
Hablaba poco y mal. En un castellano duro y agangosado que nadie se atrevía a imitar y menos aun a reír de él. No por su porte de gigante o sus brazos enormes de cargador de redes sino por su mirada. Con eso alcanzaba para intimidar y transmitir tantas cosas que su boca parecía negarse a pronunciar. Todos recuerdan sus ojos grises, profundamente grises y tristes.
Vivía en una pequeña cabaña cerca del puerto con un gato que no tenía nombre y acaso no lo necesitara ya que jamás se dirigió a él con palabras. Se entendían sin sonidos. Apenas algún maullido si la cena tardaba más de lo habitual, algún ronroneo que rompía la monotonía del silencio de la noche, no más que eso. No sé si alguna vez habrá acariciado al gato.
Quienes crecimos cerca de los puertos sabemos del ritual de las despedidas y los regresos. Ambos sin estridencias, sin brillo. Nadie condesciende a ser efusivo y tampoco nadie lo permitiría si alguno se atreviera a intentar cambiar eso. La imagen de los barcos perdiéndose entre la bruma del amanecer hasta ser apenas puntos invisibles devorados por el mar es melancolía. Es incertidumbre. Temor asordinado. Como el que se tiene a esas enfermedades a las que ni siquiera se nombra. Y después el regreso. Rostros cansados, miradas ajadas. El temor a la enfermedad no se diluye ni aun con la certeza de su ausencia. Hoy han regresado, ¿y mañana? ¿Mañana?, ¿qué es eso? Cómo atreverse a pensar en el amanecer cuando apenas esta empezando a caer la noche.
Nosotros vivíamos a un par de cuadras del puerto, yo crecí allí. Chapoteando entre el agua salada y las tripas de pescado. Hipnotizado por el sonido de las olas eternas rompiendo contra la escollera y el aullido de los vientos. Extasiado con los relatos de los que regresaban cada atardecer, de los que tenían que partir a la siguiente mañana anhelando mejor fortuna que la que hoy tenían que intentar olvidar con vino barato o cerveza de barril. La más de las veces me echaban a la calle, demasiados problemas tenían con la policía por las cotidianas peleas de borrachos como para tener que justificar mi presencia en esos antros. Pero yo regresaba, una y otra vez, tarde tras tarde, las noches que podía escaparme de mi casa con algún pretexto ya que mi padre nunca entendió mi fascinación con ese mundo que él definía como de pendencieros y borrachos sin futuro. Perdedores, les decía. Pobre papá. Así les llamaba a esos hombres que se comían el cielo y el mundo cada día, arriesgando sus vidas, desafiando el peligro y la muerte; y él vendía diarios en una parada de General Paz y Echeverría. Una parada que, por suerte, yo estaba seguro que nunca heredaría. Esa quizas era, a esa edad, mi única certeza. Mi anhelo, mi sueño más intenso, era que Miller me hablara de sus viajes. A mí. No a cualquier otro y yo escuchar sin participar, sin que él percibiera mi presencia y mi éxtasis ante sus relatos. Sólo a mí. Que respondiera a mis preguntas, a las mil dudas que llevo conmigo desde que el sonido del mar me acunaba y yo sentía que me acercaba mas a él llevando enormes caracoles a mis oídos. Así, me dormía, con un enorme y nacarado caracol susurrándome melopeas de arena.
Con el pretexto de ayudar a mi padre en el reparto de diarios, recorría los puestos y las cantinas y de a poco iba ganándome la confianza de los propietarios y los parroquianos que lentamente fueron acostumbrándose a mi presencia casi invisible. Yo no hablaba más que lo necesario para evitar llamar mucho la atención. Regalaba sonrisas de niño, toleraba estoicamente algunas burlas. Pero poco a poco sentía que iba haciendo mío ese mundo. Sabía que, lamentablemente para mí, Miller no leía (o al menos no compraba) los diarios así que urdí una estrategia para intentar acercarme a él. Me acercaba a él y como si de una radio se tratara, empezaba a recitar casi en susurro las noticias más destacadas del día. Durante mucho tiempo mi recitado se veía interrumpido por el sonido de la silla arrastrada y un soplido de fastidio que presagiaba su marcha. Yo no me daba por vencido y al día siguiente recomenzaba mi pregón. Un día, el ruido de la silla no fue tan duro, y en vez del resoplo me paralizó el corazón escuchar su voz ronca diciéndome: ¿cómo se llama? No respondí, abandoné el bar llevándome por delante sillas, gente e insultos. Sólo me detuve al llegar a casa. A mi cuarto. A mi cama. Y allí empecé a llorar sin poder evitar mostrarle mis muelas a la luna. Estaba tan feliz. No recuerdo una noche más feliz que aquella, quizás porque fue la primera de tantas. Sólo por eso. Porque al día siguiente, a la tarde siguiente, después del ritual de los regresos, entré al bar, me detuve al lado de su mesa y antes de que pudiera empezar a recitar las noticias del día, sentí su mano áspera y pesada acariciarme los cabellos. Venga, me dijo, siéntese a mi mesa y cuénteme las noticias mientras se bebe una cerveza. Yo no tomo cerveza, creó que balbuceé. Y una risa grande y franca como esa caricia a mi pelo estalló en su boca. Bueno, marinero, dijo, bébase un refresco entonces.
Desde entonces, cada tarde nos encontrábamos no ya en el bar sino en la escollera, apenas él bajaba del barco. Y con su mano en mi hombro hacíamos juntos el recorrido monótono de cada regreso hasta que llegaba la hora de dar por terminado el día y llegar juntos a la taberna, donde ya no recitaba noticias ni se atrevían a echarme.
Mi padre no estaba muy feliz ni con que yo hubiera abandonado el reparto (lo que el pobre interpretó que era el preludio de mi llegada a la parada de diarios) ni que tuviera esa amistad con Miller. La palabra degenerado se escuchó por primera vez en mi casa y sin saber bien su significado no me parecía acorde a lo que ese hombre de verdad era. O significaba para mí. Cómo explicarle a mi padre el significado de volar si ni siquiera era capaz de darse cuenta que se arrastraba. Intentó prohibirme verlo. Como los presos, me negué a comer hasta que con la ayuda de mi madre depuso la actitud. Inclusive a ella, que nunca se la escuchaba hablar, la escuché murmurar una noche: no te voy a permitir que le robes la felicidad que nunca pudimos darle nosotros.
Pasado un tiempo, todo parecía estar en orden en mi casa, ya se había hecho habitual que Miller me trajera entrada la noche (nunca quiso entrar a casa) pero todo el encanto se rompió de golpe cuando una noche les dije a mis padres que por fin iba a conocer de verdad el mar. A navegar. Mi padre casi enloqueció y mi madre poco podía hacer para contener su ira. Gritaba. Cada vez le costaba más contener el escapar de palabras hirientes. Bronca contenida. Frustración. Autoconmiseración. Repentinamente, todo aquello que lo había torturado en silencio durante años pareció brotar sin la censura de la piedad, de la comprensión. El había escuchado muchas veces esa palabra, nunca de la boca de su padre. Nunca en ese tono que sonaba a reproche. A culpa. A incomprensión. ¿Por qué a mí? Suele preguntarse uno ante la inminencia de lo trágico. ¿Por qué no? ¿Por qué no podría pasarte a vos, o a mí, o a aquel otro de más allá? Supuse (no en ese momento sino mucho después, al reflexionar en soledad) que esa pregunta debía habérsela hecho él tantas veces. Y esa palabra me atravesó el pecho y la sien como una certera estocada mortal. ¿Qué querés ir a hacer al mar, dijo, o acaso no te diste cuenta de que sos ciego? ¡Aníbal! Alcancé a escuchar la voz de mi madre que le gritaba para tranquilizarlo, como si mencionando su nombre podría recordarle que era humano, no una bestia cebada. Aníbal. Volvió a decir mi madre pero yo ya no escuchaba más. No había nada más que escuchar. Mis oídos se cerraron hasta la madrugada siguiente, cuando la voz inconfundible de Millar pronunció mi nombre en el umbral de casa. No sé si quien le abrió la puerta no respondió o yo no lo escuché. Las enormes manos de Millar mi asieron de un brazo y con ternura me llevó a la calle, donde el viento del amanecer me acarició despacio. Y pude al fin sentir el olor de la madera, la aspereza de los cabos, la eternidad de las redes. Recorrí con mis manos, mi olfato y mis oídos cada rincón de la borda, cada clavo, cada lienzo.
La voz sonó como si proviniera de la garganta misma de dios cuando rompió el cielo gritando: ¿estás listo, marinero?



EL BESO DE JUDAS

Lo hubiera esperado de cualquiera pero no de él. No de él. Yo sé que llega un momento en que la infancia no es otra cosa que un entretejido de recuerdos armados con retazos de olvidos y  memorias fabricadas con ausencias y ansiedades. Sé de las promesas inútiles y los pactos sin sentido. Pero, qué sería de la infancia sin ellos. Sin la ilusión de una amistad eterna, de una perenne fidelidad, de la complicidad perpetua.
Sentados en el cordón de una vereda de tierra pasábamos las interminables horas de la siesta mirando el sol recorrer los techos de zinc, adivinando el próximo salto de un gato perezoso o soñando el ingenuo sueño de los inmortales. Recorríamos kilómetros de vías muertas con los brazos en cruz desafiando una desconocida ley de gravedad que se empeñaba en tirarnos a un costado y sólo cuando la tibia oscuridad del crepúsculo nos señalaba los senderos paralelos  color plata, regresábamos riendo y mostrándole nuestras muelas a la luna.
Él me dio la primera cosa de valor que acuñé en mi cajón de cosas inútiles: una tapita de cerveza aplastada de un solo martillazo y con su corcho interior indemne exhibiéndose impúdicamente como una perla en una concha  de nácar. Yo a cambio le di, cómo olvidarlo, la “difícil” de mi colección de figuritas Payaso. El dibujo en primer plano de un grotesco payaso de cabellos rojos y ojeras azuladas. Patético y siniestro, como todo payaso. Fue la única vez que lo vi llorar. En silencio. Sin estridencias. Como lloran los hombres de verdad. Como lloran los que no tienen vergüenza de llorar. Como sólo a él lo vi hacerlo y ahora quisiera poder imitarlo pero mis pocas agallas, mi dolor, mi bronca, no me lo permiten.
Dejamos de vernos cuando ingresé a la secundaria en la ciudad y él se quedó allá, en la chacra de sus padres trabajando como un hombre en lugar de vivir como un niño. No supe nada más de él hasta hoy. Hasta esta mañana mejor dicho, cuando alguien me dijo dónde estaba. No sé si acaso no debía haberme dicho algo después de tanto tiempo de no saber nada uno del otro. No sé qué. Una llamada. Un aviso. Algo. Pero no, no dijo nada. No me dijo nada. Solamente se murió. No sé de qué ni eso interesa, pero el verlo en esa absurda caja de madera  me recordó las inútiles cosas que yo guardaba en otra caja; me recordó la mueca del payaso y, quizás lo que más me dolió, me recordó que ya no éramos más inmortales.

CARDAPIO (DIARIO INTIMO GASTRONOMICO)

CARDAPIO


INTRODUCCION:


                             Esto que vamos  a compartir desconozco si será breve o si, por el contrario, se prolongará hasta el tedio o el abandono. Como corresponde a toda obra de esta característica que se precie de tal, tendrá una introducción, un desarrollo y, naturalmente, una parte final. No la llamo de otro modo por que no será sino eso, sólo el final.
Deberé comenzar hablando del porqué del título: Cardapio. Las razones son muy pocas pero presiento válidas, si acaso fuera necesaria esa condición, cardapio no es otra cosa que “menú” en lengua portuguesa, esa lengua tan rica al oído, tan plena de melodía, tan cargada de significantes. Y vino a nosotros, es decir a Nerina y a mí, sin que la buscáramos, para cubrir esa orfandad que sospechábamos se insinuaba en la oferta gastronómica que, como una ofrenda, entregábamos a cada uno de nuestros exquisitos comensales. Para nosotros, el maravilloso ritual de compartir nuestro amor en la mesa tiene que ver básicamente con eso: compartir; no entendemos la vida de otro modo, y compartir nuestro pan, mas allá de las connotaciones casi religiosas que alguien pudiera buscarle y hasta, esmerándose, encontrarle, es un modo de compartir nuestra historia, nuestras historias, nuestra avidez por bebernos la vida sorbo a sorbo, bocado a bocado, saboreando lo mejor de ella, de la vida, que es el amor. Y no puede existir amor a menos que se comparta.
Y entonces apareció cardapio, palabra que suena a flor silvestre, a instrumento musical, a  lugar mítico, a fantasía; apareció para ponerle un título a nuestros sabores, olores y mixturas, para darle un nombre a nuestro llamado a la mesa, como el campanario de ciertos conventos o voces de madres convocando a tomar la leche. Eso es nuestro cardapio, o al menos lo que pretendemos que sea, una voz, una voz que sólo puedan escucharla quienes compartan nuestra lengua, nuestro idioma gestual, nuestros silencios.




ENTRADAS

Souffle de queso
Tomates rellenos
Pan al ajillo con olio d¢oliva
Pascualina sorpresa

PEIXES Y FRUTOS DO MAR


Filete de pescado en salsa de almendras

Merluza al roquefort
Pescado relleno al horno o brasas
Empanadas de Jurel

Paella

Rabas a la Poupee




PASTAS


Ñoquis
Tallarines
Ravioles cuatro quesos a la prima volta

Canelones de pollo a la germana





CARNES ROJAS Y BLANCAS


Medallones de lomo en salsa de mostaza
Lomo al champignon
Pollo al ajillo
Pollo con salsa al verdeo
Lomo al curry

COCINA INTERNACIONAL


Tortilla a la española
Chop Suey
Arroz Cassino
Arroz a la Valenciana
Tarta de cebolla (receta Húngara)

ESPECIALIDADES DE LA CASA

Buseca
Guiso de lentejas
Empanadas casi Tucumanas





POSTRES


Flan casero
Flan de coco
Torta Cioccolina
Tarta de ricotta
Tarta de frutillas


BEBIDAS


Caipirinha

Pisco Sauer

Cerveza Pilsen
Vino  de la casa: Casa de Cubas










 ENTRADAS


 El comienzo de este menú con las entradas si bien no es nada original, es lógico. Aunque la lógica nunca fue un ingrediente fundamental en nuestra cocina. El Souffle de queso, que da comienzo a nuestro cardapio es una exquisitez que podría compararse a los cuadros de Joan Miró: simples a la vista del observador común pero de una profundidad alucinante. El queso, de por sí, es un ingrediente que tiene algo de magia, de cosa secreta, de palabras susurradas, nunca de estridencias, y en la forma suave y casi volátil que se presenta en este plato podría definirse como sugestivo, sensual sin ser voluptuoso; la primera vez que lo comí, sentí que era casi una provocación; cuando se sumó a este plato un vino blanco transpirado decreté que definitivamente lo era.
A la vista de cualquier buen comensal o mejor, gourmet, la presencia de los Tomates rellenos puede parecer una chabacanería, una vulgaridad, un mirar al de al lado para decirle con los ojos: aquí se les cayó el nivel. Nada de eso. Nada es casual en esta obra como no lo es en el universo, y en este pequeño universo que es nuestra cocina, todo tiene su razón de ser, hasta estos tomates rellenos que remedan viejas tías en casas con olor a humedad y cocinas mustias, rellenando enormes tomates con toneladas de atún o alguna cosa horripilante similar que sólo por nuestra buena educación nos llevaba apenas a la nausea y jamas al vómito franco. No, nuestros tomates son, para comenzar, pequeños, lo que ya predispone mejor al comensal que tiene memoria de infancias como la referida antes, y, fundamentalmente, el relleno es una creación exclusiva en donde el colorido y el sabor se equiparan y hasta diría que compiten por llevarse los mejores elogios; naturalmente, jamas se podrá repetir la porción ya que eso opacaría los méritos del plato principal, cualquiera que este sea. Ningún argumento al respecto será jamas considerado.
No goza de los mismos privilegios la siguiente propuesta, o sea, el pan con ajillo con olio d¢oliva, una obra maestra de la sencillez y un reencuentro casual con las viejas raíces gitanas y andaluzas; mi padre solía cortar el pan en rebanadas y preparar un pequeño menjunje en base a ajo y aceite, muchos años después, en Andalucía, una tarde lluviosa de domingo, descubrí algo parecido que mas allá de emocionarme hasta las lágrimas hizo que inmediatamente pasara  dicha receta a integrar el bagaje gastronómico de la casa. Hace no mucho tiempo sorprendí a mis hijos preparando la vieja receta familiar a la espera del plato principal.
Si hay algo que no debe faltar en una pareja eso es la sorpresa, el sorprender al otro con actitudes en las que el mensaje excluyente sea el amor, el deseo, el interés en definitiva; y para eso no hay rincón mejor que el de las ollas, ya que el regreso a casa es diferente cuando la primera agasajada es la nariz. Entrar a la casa y recibir antes que el abrazo el aroma que se escurre de entre las cacerolas es el preámbulo indefectible para una velada diferente y, desde ya, gratificante. Pero naturalmente que todo tiene que ver no con los aromas de especias exóticas sino con el aliento exquisito de la boca que viene a recibirnos con un beso de bienvenida, con la calidez de esa mano que estrecha la nuestra, con el gesto que lo dice todo sin recurrir a la palabra empalagosa o a la frase remanida. Una de esas sorpresas fue la que me dio encontrarme cierta noche con una pascualina, unas verduras cocinadas en su adecuado tempo, sazonadas en su punto justo y ciertos agregados que no precisaban ser curiosos para lograr el toque de color y sabor espectaculares.

PEIXES Y FRUTOS DO MAR


Hablábamos al principio de la cadencia y la melodía del idioma portugués, pese a que Borges asegure que la palabra luna en portugués: lúa, sea la que menos bonita suena respecto de las inglesas moon que casi nos obliga a estirar los labios y tomarnos un tiempo para pronunciarla o la delicada lune francesa que suena como un silbido del viento entre las hojas pero, convengamos, y esto también él lo menciona, no es peor que la mond  alemana. Quizás el noble ciego tenga razón y lúa no sea la forma más agradable de nominar a nuestra luna pero no sucede lo mismo con los peces, los peixes, que con esa equis que suena como una “sh” se me ocurre que remeda el sonido del mar acariciando rocas o lamiendo playas brillantes de caracolas rotas; algo similar sucedió  cuando elegimos el simbólico “fruto do mar”, frutos del mar, al abominable: mariscos. Frutos del mar. Cómo no imaginar a ese mar enorme y extraño con un árbol generoso (generoso y cautivo, diría parafraseando a Miguel Hernandez) que nos da lo mejor de su esencia: sus frutos. Yo creo que los pescadores intuyen que algo de todo esto y de maternal tiene ese mar que les da todo y no les pide nada, los pescadores y también nuestros aborígenes del norte, los que alcanzaron a rescatar algo de nuestra cultura antes de que fuera diezmada por la colonización española y que rinden el culto a la Pachamama, la madre tierra. Cuánta distancia hay entre la civilización y la sabiduría.
El filete de pescado en salsa de almendras fue una de las primeras exquisiteces que poblaron de aroma a pescado nuestra cocina. Si bien las bestias de río  preparadas a la vieja usanza y a la que haré mención mas adelante ya habían cultivado nuestro paladar en alguna que otra parrilla improvisada, este fue el primer plato elaborado a la alta cocina, con reminiscencias de la cocina francesa; el sabor agridulce de las almendras puso un toque delicado y nos fue acostumbrando a las porciones moderadas por sobre las pantagruélicas habituales. Las mismas consideraciones caben para la Merluza al roquefort, plato en el que la delicada salsa preparada sobre la base de este delicioso queso obliga a agilizar el paladar con algún generoso vino blanco helado hasta lo exasperante y que exige chasquear la lengua contra el paladar tras cada sorbo.
Hablaba acerca de la generosidad del mar pero, obviamente, en sentido genérico ya que el hecho de vivir al lado de un río como el nuestro hace que la magia del mismo nos acaricie con su lenguaje propio. El río Gualeguaychú tiene sus recovecos desde donde puede espiarse ciertas noches su erótica danza con la luna y con elegidos sauces que acarician sus orillas. Sé de algunos de ellos y allí he estado algunas noches junto a la mujer que amo siendo cómplice de la melopea de sus aguas y de su callado dialogo con estrellas fugaces y nubes tormentosas. De su primo hermano, el Uruguay, nos han llegado sábalos o dorados que fueron adecuadamente rellenos con la dosis justa de verduras y aderezos y luego enviados a las brasas generosas de espinillos o ñandubayes que le dan su toque final de madera hecha calor y esencia. Debo confesar que la parrilla nunca fue mi fuerte, en mi descargo, agregaré que me considero un excelente acompañante de parrilleros, servidor de vinos y contertulio; esto ha hecho posible que pueda compartir muchos asados, parrilladas y demás, en incontables ocasiones ya que esa virtud que me atribuía antes me permite contar con un buen numero de asadores que, entre otras cosas, han logrado que tras muchas cavilaciones y dilaciones, hiciera una parrilla en nuestra casa. 
Si bien dado mi origen y mis raíces el sólo hecho de mencionar la palabra empanada lleva al interlocutor a imaginar una de nuestras especialidades más preciadas, no es menos cierto que la historia hizo que Jesús naciera en una tierra prodiga en peces y no en vacas, por lo que, al llegar las pascuas, para rememorar la muerte y crucifixión de Nuestro Señor, nos abocamos a vaciar las góndolas de los supermercados de todo tipo de pescados, en especial el abominable bacalao, que dicen traerlo especialmente desde Noruega para castigar nuestros paladares sudamericanos con toneladas de salmuera. Realmente el tema de las festividades religiosas es algo tan curioso como nuestra sociedad misma, este es apenas un ejemplo para no caer en las consabidas críticas a los menúes navideños que son pensados para invierno y aquí devoramos en pleno verano con sus imaginables consecuencias. El caso es que, como el fin de semana correspondiente a Semana Santa es un buen pretexto para reunirse con los amigos y dado que no se debe comer carne  bajo pena de estar realizando una dudosa profanación antropofágica, carne de vaca, hubo que apelar a la imaginación y crear esta receta magistral que es la empanada de jurel cuyo sabor inigualable suple cabalmente el requerimiento tanto edónico como religioso. De todas maneras, nada tiene que ver todo lo antes mencionado con lo otro, el comer frutos del mar por el sólo hecho de querer sentir el sabor inigualable de toda esa variedad de mariscos que con su diversidad de formas y sabores nos regalan una verdadera fiesta al paladar, he ahí la paella, después de mucho esfuerzo y de conseguir de maneras indescriptibles las recetas y los secretos mejor guardados de los grandes cheffs en la especialidad, logramos crear una paella que no dudo en catalogar de majestuosa, los enormes granos de arroz amarillo brillando con los aceites naturales de pulpos, berberechos, langostinos y calamares son una incitación casi lujuriosa a la mesa para una - me atrevería a decir-  verdadera orgía gastronómica. Pero esta fiesta no sería completa si previamente no engalanáramos los platos con una entrada de rabas a la poupee, una originalidad de la cocina artesanal de Nerina que más allá de predisponer a las bondades del plato principal, es una fiesta en sí misma.
Creo que a esta altura de nuestro cardapio esta casi de mas aclarar que no debe buscar el amigo lector ninguna pista que ni siquiera alcance a sugerir el modo de preparación y mucho menos los ingredientes de nuestros platos ya que eso infringiría las reglas elementales de todo buen cocinero cual es la de cobijar a cualquier costo el secreto de sus recetas, valga esta advertencia para los ingenuos que piensan que todos aquellos mercenarios de la gastronomía que se enriquecen a costa de los ingenuos que pretenden aprender a cocinar leyendo sus recetas y que deberían estar advertidos acerca del carácter estrictamente comercial que apenas si delata una actitud de fenicios en quienes dicen traicionar los secretos de la cocina.

PASTAS

De la sabia mixtura de la harina y el agua nace el maná, el alimento cotidiano y toda la maravillosa combinación- caleidoscópica diría- que englobamos bajo el epígrafe de: pastas. Si bien el pan casero no se encuentra, aún, entre nuestras especialidades sí lo hacen los ñoquis y los tallarines. De más esta decir que sólo nos atrae del primero su sabor y que nada tienen que ver ciertas connotaciones fetichistas como la fecha adecuada para comerlos- llámese día 29 - u otras imbecilidades tercermundistas como la colocación de billetes debajo del plato para atraer fortuna u otras obscenidades intelectuales. No creemos en la suerte ni en el azar ni mucho menos en la fortuna, descreemos absolutamente de horóscopos, quinielas y adivinaciones, las brujerías tienen, para nosotros, sólo el valor de su ridiculez y apenas si nos causa cierto estupor  la mala suerte de los papanatas; somos casi rayanos a lo agnóstico y sospechamos que la fe es un buen argumento para  justificar cierta ignorancia, con la sola excepción de la fe en uno mismo, en sus capacidades y sus limitaciones. Con respecto a lo segundo, los tallarines, solamente diré que son cortados a cuchillo- a la antigua usanza- y de casi un centímetro de espesor, como los hacía mi tía Nena, una tía cuyo recuerdo llevaría muchas páginas de  mi infancia pero  que en este momento  me regala el de sus tallarines gruesos y anchos, bañados de una salsa reluciente y una blanca mácula de parmesano en el centro de una gigantesca fuente de vidrio que llevaba a la mesa los domingos. Quizás sea también por eso que los tallarines sólo puedo amasarlos los domingos.
Cabe destacar que estas dos especialidades van acompañadas de una salsa roja (como las de mi tía Nena) con un sabor insuperable cuyo testeo de aderezos esta a cargo de mis hijos, los que, munidos de un pedazo de pan fresco y crujiente, zambullen el mismo en la olla burbujeante y dan su inapelable veredicto. Nadie que no lleve el apellido Castillo, con excepción, naturalmente, de Nerina que lo lleva por elección, puede imitar esta práctica so pena de ser expulsado a empujones de la cocina y condenado a un exilio permanente.
Los ravioles son las únicas pastas que ingresan a nuestro cardapio sin ser de factura casera, reconocemos que eso es apenas una cuestión de haraganería y no de incapacidad, pero de todos modos son las únicas que gozan de ese privilegio. De las diferentes maneras de presentarlos optamos por los ravioles cuatro quesos a la prima volta y su mérito principal consiste en haber sido escogido como plato principal para recibir por primera vez a Nerina en  la casa. Era una noche cálida (en realidad yo la sentí cálida ya que era invierno) y el cielo se hallaba arrebujado de estrellas que curioseaban entre las nubes, llegaron ella y su sonrisa, ella y su belleza única, inigualable. La belleza, sabemos, esta cargada de subjetividad, y eso es lo bueno, de la belleza y del arte, que sólo se parecen a sí mismo: cada creación, cada obra. El arte es transformador por sí mismo, y ella transformó mi vida para siempre; la transformó con su inteligencia, su complicidad, su magnetismo, por todas esas cosas que la hacen ser ella misma y ser única. Y esos ravioles con salsa de cuatro quesos fueron el preludio de una noche en la que se mezclaron la música y la poesía, la seducción y el deseo de que la noche no terminara nunca. Y el deseo se cumplió, ya que esa noche sigue siendo todas las noches. Quizás ese sea el secreto de seguir estando juntos.
Y de las manos maravillosas de esa alemana surgieron los canelones inigualables que no pueden llevar otro nombre que canelones a la germana ya que llevan la marca registrada del amor puesto en cada uno de ellos, sabrosos hasta lo intolerable, tiernos como la raíz misma de la palabra ternura, en definitiva, alucinantes. La única condición a respetar para disfrutar de este plato es la de no poder ser compartida por mas de cuatro personas incluidos los dueños de casa, las razones no importan ahora.

CARNES ROJAS Y BLANCAS

Esta es una sección especial y que dedicamos afectuosamente a nuestros amigos carnívoros, debo decir en honor a la verdad que la carne nunca fue nuestra debilidad, me refiero- de más esta aclararlo – a la carne de bestias, ya que en lo que al pecado original se refiere me atrevería a decir que de haber sido yo Adán y la Rusa Eva, con seguridad nos mandábamos una orgía con la víbora, pero, ese no es el tema, sino la referencia puntual a que nuestros gustos gastronómicos se inclinan más hacia las pastas o los postres que hacia la carne de res. Ni qué decir de las de puerco u otros cuadrúpedos similares a los cuales Nerina no puede ni siquiera imaginar frente a sus ojos. Ella suele evocar un maternal pero no por eso menos siniestro cuento infantil que su madre le relataba con frecuencia y que tenía que ver con una familia que criaba con amor y dedicación un cerdito huérfano que habían encontrado por ahí  hasta que, finalmente, una vez adulto y pese a ser aparentemente la mascota de la familia, era descuartizado y devorado durante alguna fiesta. Muy bonito, muy educativo y pedagógicamente impecable, pero, el caso es que además de no poder dormir durante interminables noches, hoy por hoy Nerina no puede ni imaginarse comiendo  cerdo.
Esto que acabo de referir, coincidirán conmigo, es muchísimo más frecuente de lo que la lógica indicaría, creo que venimos de una generación- y esta a su vez de la precedente- que lleva el estigma de los cuentos infantiles retorcidos y maliciosos si no en su lectura lineal, con seguridad en su contenido. Así, abuelas devoradas por lobos culpa de la desobediencia de caperucita se mezclaban con niños extraviados por culpa de su propia desobediencia, con otro lobo que se comía las ovejas culpa del pastor mentiroso o con una niña que era abandonada (en realidad la orden de la madrastra era que la mataran y no que la abandonaran)  culpa de ser bella. Bellezas de cuentos como estos y otros tantos adornaron nuestra infancia y acunaron nuestros sueños, lo más irónico es que después de leerte o relatarte una historia plagada de traición, perversión, lujuria y muerte, te tapaban y decían: que tengas dulces sueños. Cómo demonios tener dulces sueños después de eso.
Por todo esto es que nuestro capitulo de carnes es breve pero- diría- más que breve, selecto. Los medallones de lomo en salsa de mostaza son una muestra cabal de lo que el buen uso de ciertos aderezos- en este caso la mostaza- pueden lograr cuando son adecuadamente utilizados, los granos de la mostaza- se sabe- fueron utilizados desde antaño con fines afrodisíacos, nuestra cocinera hace uso de ellos con fines inconfesables.
Cuando esa salsa se transforma por obra y gracia de los champiñones en una crema suave y delicada que parece acariciar el lomo la atmósfera parece irreal, el aire de la campiña francesa se mixtura con el de nuestros aromos y un halo de fantasía rodea la mesa en la que nuestros comensales se sienten transportados hacia el éxtasis.
Cuando la carne muta el color y es el pollo el que acude al llamado de nuestras glándulas también se transforman las formas de aderezarlo, ya con el curry que le da un toque oriental (del lejano oriente se entiende, no uruguayo), ya con el verdeo que nos traslada a nuestras pampas o bien con el ajillo que nos devuelve nuestras raíces galaicas que mencionaba antes. En definitiva, es como encaramarnos a las alas de nuestras pulposas aves y realizar un vuelo imaginario por sitios remotos y paradisíacos.

COCINA INTERNACIONAL

Sin dudas, viajar no tiene ningún sentido a menos que sirva para conocer y aprehender algo de la cultura y las tradiciones de los sitios que se visitan, de otro modo, da lo mismo haber ido a Bangkok, a Tasmania o al balneario Rincón del Peludo. A nosotros, particularmente, nos fascina descubrir amaneceres entre las montañas, puestas de sol junto al mar o bien ante las orillas melancólicas de Colonia del Sacramento, en la vecina Uruguay, un lugar con un especial significado para Nerina y para mí ya que es ahí adonde vamos cada año a cumplir el ritual de la renovación de nuestro contrato. Un contrato con muy pocas cláusulas pero irreductibles: Sólo nos une el amor, el amor verdadero, el que se proclama con los ojos y las manos, el que se lleva grabado a fuego en cada poro de nuestra piel y nuestra carne, sólo nos une la franqueza, la honestidad y la transparencia, no existe el pasado excepto a partir de la primera vez que nos dijimos: te amo y esas son las únicas palabras que jamas deberemos olvidarnos de ofrecernos como una ofrenda de amor a cada instante, sólo nos une el deseo, el deseo de compartir todo cuanto pueda compartirse, que apenas es todo, el deseo de acariciarnos como si fuera la primera y la ultima vez al mismo tiempo, el deseo de ser siempre los mismos y ser diferentes cada día, nuestro único compromiso es ser felices; de no ser así, cada uno seguirá su camino con el recuerdo único de haber estado con la persona que amó como jamas hubiera imaginado que pudiera amarse y la satisfacción de que ese dolor será una muestra más, si acaso hiciera falta, de la sinceridad que nos marcó el sino y la razón de  estar juntos.
La tortilla a la española podría parecer como una vulgaridad más, a la altura de los tomates rellenos, sin embargo, como uno es uno y su circunstancia al decir de Descartes, la tortilla en sí misma no sería nada si no estuviera acompañada del entorno propicio  que la convierta de zapallo en carroza; yo solía relatar los momentos de gozo que me provocaba un sitio llamado “El mesón de la tortilla”, a pocas calles de la Plaza Mayor de Madrid, un reducto que remedaba una cueva de piedra, con mesas y sillas de madera rústica, y con el menú excluyente de la tortilla de patatas; la espera se hacía menos espera al compás de unos tintos “Rioja” y unas fetas de jamón serrano que parecían deslizarse por el paladar. A los fondos de la caverna, un músico dejaba caer algunas notas que recorrían, sin entrometerse, todo el local. De aquellos relatos tan vívidos y bajo su influjo es que comenzó a insinuarse este plato en nuestra casa, con ciertos infaltables toques personales y sin perder un ápice de la magia que la vio nacer.
Y de la magia de la cocina española pasamos al misterio de la cocina oriental a través del chop suey que la Rusa prepara sin ponerse colorada y que con las velas que aportan la justa iluminación, los sahumerios y una melodía que susurra ciertos aires de música dodecafónica transforman la casa en una verdadera pagoda virtual.
El arroz es, además de la base de la cocina oriental, el integrante fundamental de dos preciadas recetas de la casa tales como el arroz a la valenciana y el arroz Cassino. El primero de ellos es una original preparación robada de la infancia y de la innata sabiduría de mi abuela Rosa, de la cual guardo más recuerdos que recetas porque, la verdad sea dicha, no se destacaba tanto por sus artes culinarios como por su bondad y amor a la literatura; de ella escuché los primeros sonidos poéticos de los que tenga memoria, gocé de sus prosas sentidas (cómo olvidar sus reflexiones acerca del asesinato de Luther King) y de las canciones que escapaban de sus labios todo el día: Yo nunca  te he de olvidar / en la arena me escribías / el viento lo fue borrando / y estoy tan solo mirando el mar. Recuerdo la fascinación que sentíamos cuando en el entonces flamante tocadiscos colocábamos el disco que ella había grabado y de allí surgía su voz melodiosa diciendo: Alegre como el airampo /así es este canto mío / nacido entre las montañas / de mi Tucumán querido. Siempre nos preguntamos qué sería el airampo, aún hoy lo ignoro. Debo aclarar que mi abuela no era una artista de variedades que grababa discos sino que había un sitio en que iban los aficionados y por algunos pesos grababan sus canciones acompañados por el piano del dueño de la grabadora, buen negocio para él y una alegría para los otros, que veían satisfechas sus ansias de perdurar en el recuerdo. De ella, de mi abuela, es la receta que nos acompaña y que, según se lamenta mi hermano, siempre es escasa. Debo reconocer que tiene razón, pero desconozco porqué este plato cuanto más rico me sale más pequeñas son las porciones a repartir. Las razones de Alá son tan ajenas a nosotros. Esta reflexión me trae el recuerdo de mi tío Carlos, quien entre otras cosas aportó la veta árabe a la familia y en cuyo homenaje ya hace tiempo nos prometimos incursionar en la comida de ese origen, aun no nos atrevemos.
El arroz Cassino tomó su nombre de las playas de ese balneario del sur de Brasil, lleva todo el sol, el calor y la alegría gaúcha (léase gaúsha) sumado al recuerdo imborrable del día en que nació como producto del amor y el placer de la mesa compartida con mis hijos y uno de sus entrañables amigos: Alexis. De un viaje inolvidable, una receta que no le va a la zaga.
Por ultimo, la tarta de cebollas a la usanza húngara es un alarde de la cocina afrodisíaca de Nerina, se recomienda paladearla con un fondo de balalaicas, una buena provisión de vino blanco y una noche gélida. Los resultados son infalibles e inenarrables.

ESPECIALIDADES DE LA CASA

Llegamos al momento culminante de este cardapio ya que para ser incluido en este rubro, el plato amerita satisfacer una serie de requisitos que los hacen excluyentes. El factor común, el más importante, es el que todas están pensadas para reunir a todos los amigos, o al menos la gran mayoría de ellos; son platos para la gran mesa, esa que se acompaña de guitarras y poemas, de vino generoso y una pizca de nostalgia. Lo que justifica- en gran medida- la razón de ser de estas palabras que no llevan la pretensión de la perennidad sino apenas el deseo de compartir historias de esas que nacen y se hacen alrededor de un fuego, un fuego que no necesariamente  tiene que escaparse de leños encendidos.
El guiso de lentejas es un intento- vano, naturalmente- de rememorar los inigualables guisos de mi madre, un guiso que nos acompañó durante demasiados días cuando recién llegábamos  a Buenos Aires con ella y mi hermana Marcela en un exilio que significó los mejores años de nuestra vida, años difíciles, de privación y lucha, años en los que el menú del día era el café con leche y, en las épocas de bonanza, el guiso de lentejas. Uno pensaría que debería odiar una comida que se repetía diariamente hasta el hartazgo pero, por el contrario, yo sólo recuerdo la felicidad de compartir lo tan poco que teníamos para compartir, el optimismo férreo de mi madre, la fe que nos infundía en nosotros mismos, y básicamente- fundamentalmente- la alegría, la alegría pese a la adversidad, la sonrisa pese al infortunio, cómo olvidar el despertar de cada día con mi madre poniendo la radio a todo volumen y diciéndonos: donde hay música hay vida y agregando después, pobres los que se despiertan odiando, pobres los que se despiertan amargados y no pueden disfrutar de la música; cómo olvidar su rostro con la sonrisa grabada a fuego aun con el corazón desgarrado contestando a nuestra pregunta: ¿qué comemos hoy?, Lentejas.
Por eso aun hoy sigue siendo el guiso de lentejas una celebración de la vida, un canto a los sueños posibles, un no bajar los brazos, una afirmación de que cuando hay amor todo es posible, aun lo inimaginable: Mi madre ponía en ese guiso el único condimento irreemplazable de no solamente este sino todos nuestros platos: amor.
No puedo dejar de recordar que no hace mucho, había colocado una clave de acceso a la computadora que consistía en una pregunta que debía responderse adecuadamente para ingresar, escribí la misma con la absoluta certeza de que tanto Nerina como mis hijos iban a descubrirla rápidamente, no me equivoqué. La pregunta era: ¿cuál es el condimento esencial en la comida de la familia Castillo? Nadie dudó en responder: amor.
La buseca nació a instancias de un cocinero amigo que me la dio en una ceremonia digna de ser relatada. Omitiré su nombre para preservar el secreto, las circunstancias no. Había convidado a mis entrañables amigos Olga y Miguel a compartir una buseca pero, hete aquí, desconocía los secretos íntimos de la misma, por lo que recurrí a un especialista en el tema y solicité los mismos. Fue en un momento de desesperación ante el imperativo de hacer lo mejor para mis amigos lo que me hizo olvidar que lo que estaba por hacer era ir a pedirle a un ilusionista que me recuerde donde se guardaba la paloma, él me miró y dudó, recuerdo su rostro, mezcla de perplejidad, odio profundo y, allá, en el fondo de la mirada, el recuerdo de la noche en que me trajo su hija a la guardia con la desesperación de todo padre ante el infortunio de su hijo; no obstante, como toda respuesta me dijo secamente: pase a la tarde. A la tarde- obviamente- regresé como un profanador  a buscar lo mío y allí estaba él, con el rostro aun congestionado y convulso, por todo saludo me lanzó un: anote. Y  me recitó los componentes que hicieron de aquella primera vez algo inolvidable, como toda primera vez de algo importante.
Las empanadas casi tucumanas  reciben ese nombre sólo por el rigor a la verdad ya que mis empanadas no llevan todos los ingredientes que debieran tener para ser verdaderamente tucumanas, pero, como siempre, priorizo el placer a la regla y mi receta es una creación de mi tía Uva, una verdadera tía cocinera como a todos nos gustaría tener o haber tenido, sus empanadas horneadas en su horno de barro hicieron la delicia de mis glándulas durante los domingos de muchos años y lograr su confesión acerca de los secretos de la misma fue algo casi mágico. La verdadera empanada tucumana era hecha por mi abuela Rosa y aun guardo el recuerdo del plato abarrotado de pasas de uva que le iba quitando ya que me parecían aborrecibles, y la aceituna verde, el otro faltante, siempre se me ocurrió que pertenecía al terreno de la pizza y que nada tenía que hacer dentro de mi empanada. Sería imposible enumerar y más aun referir cuantas historias se han tejido bajo el calor  de nuestras empanadas, y en ese nuestro involucro a los amigos que han hecho que un plato en apariencia tan simple cobrara el significado tan especial que para nosotros tiene.


POSTRES

No podía faltar, para terminar este cardapio, la sección para golosos. Los postres que son la especialidad absoluta de Nerina, quien logró hacer de cada uno de ellos una maravilla inolvidable, capaces de transformar un asceta en libertino, recetas plenas de lujuria, pasión y desenfreno, verdaderas delicatessen que dan el toque de gracia y el final adecuado a nuestras reuniones o bien, como suele suceder, a nuestras íntimas cenas de enamorados.
 Describir cada uno de ellos es como describir lo que había en la cueva de Alí Babá, cómo hacerlo. Uno más fascinante que el otro, más apetecible, más deseable. Unicos, como las manos que los elaboran.

BEBIDAS

Seré breve, diré sólo que el pisco sauer, esa noble preparación a base de pisco que suelen degustar los amigos chilenos y que nosotros descubrimos en Perú, más específicamente en los claustros de la Universidad más antigua de América- la de San Marcos-, en Lima, luego de que un grupo de universitarios vestidos a la usanza de los trovadores –Tunas, se llaman- le dedicaran una canción a la belleza de la Rusa que esa noche los impactó hasta lo inenarrable; yo había visto a grupos similares a estos en mi paso por Salamanca, lugar en donde se originaron, entonces me fascinaron  y transportaron pero jamas hubiera imaginado que volvería a repetir esas imágenes con mi mujer como epicentro de las maravillosas canciones que interpretan. Beber una copa de pisco sauer es regresar a ese viejo convento, a esos claustros maravillosos y a aquella noche increíble bajo el mítico cielo peruano.
La caipirinha- naturalmente- la trajimos de Brasil, de sus playas tórridas, y al mezclar sus simples componentes en base a la cachaVa nos repica en los oídos el sonido de los vendedores ambulantes que la ofrecen en sus coloridos carritos a toda hora pero que es al atardecer cuando ya se hace inevitable su abordaje. Debería beberse con moderación, como toda bebida alcohólica, pero es imposible.
La pilsen, con su sola mención nos lleva hasta la vecina orilla del Uruguay y mas aun a nuestra querida Colonia del Sacramento, beberla en su lugar de origen es un placer único, aquí, con alguna imitación, apenas si podemos rendirle nuestro homenaje a ese elixir pleno de recuerdos.
Por ultimo, la introducción del Casa de Cubas como vino de la casa es una elección de Nerina que no vemos ninguna razón para contradecirla. Tampoco para coincidir con ella pero, ante la falta de mérito para criticarla, goza de mi total aprobación y, esperamos, de nuestros comensales. Esto no significa cerrar las puertas a ningún otro, en especial si viene de las manos de Miguel, quien con su vino patero no ha hecho sino corroborar que para él, como para nosotros, no hay mayor acto de amor que lo que se comparte. Salud. 



EPILOGO

Esto  no es un final, queremos seguir enriqueciendo estas páginas del mismo modo en que queremos seguir recogiendo historias y creando otras nuevas  cuyos únicos destinatarios son nuestros amigos, los que- insisto- le dieron su razón de ser a este relato. Este humilde narrador sólo plantó la semilla de una planta maravillosa que se nutrirá y crecerá al amparo de nuevos sueños y afectos, los narradores pasan, las historias persisten en el recuerdo de sus protagonistas y de sus afectos, de todos aquellos que alguna vez hayan abrevado en el oasis de amor que es nuestra propuesta y nuestra casa, dondequiera que esta se encuentre, porque el hogar, sabemos, no es un lugar físico sino un espacio virtual que se lleva en ese rincón casi inaccesible al que llamamos alma.

                                                                                                      Enero de 2001