NOCHES ARABES
Rojos. Intensamente rojos, como lenguas
etéreas de fuego que se filtraran entre el follaje sin quemarlo, sin
lacerarlo; como un abanico o un arcoiris
de tonos purpúreos, los rayos del sol asoman entre las ramas al costado del
río. La tarde cae lentamente, el crepúsculo marca su agónico final mientras el sonido que escapa de los
minaretes, esas delgadas torres que emergen
de las mezquitas, invita al ultimo rezo. Las cañas se mecen suavemente
no sé si al compás del viento o si esa flexión tiene algo ver con ese lamento que habla de un dios, Alah y su profeta Mahoma. La brisa
fresca de la tarde me eriza la piel, o son las imágenes, no sé.
- En el
nombre de Alah, el Clemente sin límite, el Misericordioso.
Miré hacia
mi costado y recién entonces lo vi, no sé cuanto tiempo llevaría ahí
observándome pero yo, evidentemente abstraído por el paisaje, sólo noté su
presencia cuando escuché su voz.
-
Así es como comienza la plegaria –
dijo- y se llamó nuevamente a
silencio permitiendo
que el aire se llenara otra vez con esas voces que seguían emergiendo desde
cada mezquita.
Mientras
escuchábamos cómo el clamor iba lentamente apagándose y confundiéndose con el
ronroneo de los motores del barco, vi como movía sus labios rezando en
silencio; me llamó la atención notar
una especie de sonrisa entre sus labios. En realidad, era un gesto difícil de
definir ya que era una mezcla de gozo con respeto profundo y a la vez alegría
sin que esta le hiciera perder un ápice de solemnidad.
Cuando
regresó el silencio, dije: qué importante es para los musulmanes la plegaria,
no?
Es el
sostén de la fe- me respondió. Y sabes para qué sirve la plegaria?- continuó
sin darme respiro.
Moví
negativamente la cabeza como toda respuesta.
La plegaria verdaderamente hermosa,
dijo, no tiene ninguna utilidad, no en
esta tierra, claro. Hizo una pausa que
me pareció eterna y luego continuó con una sonrisa: simplemente sirve para
ofrecer a Alah el homenaje de mi adoración, para alabarle y finalmente, para
elevar mi espíritu; con mi oración estoy cerca de Él, ¿acaso puede haber mayor placer para el
hombre que estar cerca de su dios?. Fíjate, hace unos minutos te encontré
absorto contemplando Su obra y esas
maravillas vienen cautivando a los hombres desde el comienzo de los días, esas
cañas, esos árboles, este Nilo, todo esta desde el primer día alimentándoles el estomago y el espíritu,
cómo no agradecerle cada día a quien te permite disfrutar de todo eso cada uno
de esos días.
-
Esta tierra es verdaderamente
maravillosa- dije- mágica. Tan mágica
que me permitió conocerla íntimamente
aun antes de conocerla.
-
Y cómo fue eso? – dijo.
-
Uno de los primeros libros que me
regalaron en mi infancia fue, precisamente, Las mil y una noches.
-
No lo conozco, respondió.
-
Noches árabes –me corregí – arabian
nigths.
-
Arabian nigths?? Gritó en un mal ingles
– por Alah, que ese inglés, Burton, no sólo recogió una parte muy pequeña de
nuestros cuentos sino que, además, lo tradujo como yo podría traducir un
manuscrito chino. Si crees que conoces algo por haber leído a ese ignorante,
estas equivocado por completo, la más insignificante de mis historias superaría
largamente al mejor relato que el haya osado traducir.
-
Dame un ejemplo de ello, dije
desafiándolo.
-
De acuerdo, escucha entonces.
El pequeño
hombre de innegables rasgos moriscos en
su rostro y en sus modos, me tomó suavemente por uno de los brazos y me condujo
hasta uno de los bares de cubierta que estaba a pocos metros de nosotros; una
vez allí, me invitó con un ademan a sentarme en uno de los sillones desolados a
esa hora de la tarde y él se ubicó en otro justo enfrente de mí, cruzó sus
piernas por debajo del cuerpo y comenzó a hablar de este modo:
He llegado
a saber, afortunado viajero que me escuchas, que hubo una vez un rey llamado
Giafar que reinaba en las islas de Khaleidán y de quien se contaban tantas
historias que su nombre era conocido desde el mar de la China hasta Damasco y
desde El Cairo hasta Manchuria; todos hablaban de él pero, he aquí lo curioso,
que mientras que para algunos su nombre mismo era sinónimo de benevolencia y
justicia, para otros era un déspota cruel y sanguinario como no había habido desde los tiempos de
Soleimán.
Giafar
tenía dos esposas, Fátima y Zobeida, las dos de una belleza singular e
inteligencia tal que muchos afirman que
eran las dos caras del rey Giafar, aunque nadie se atrevería a decir cual era –
si es que lo había - la buena y cual la mala consejera. Fátima conocía todos
los secretos de la geometría, la aritmética, la astronomía, y era capaz de
descifrar las escrituras mágicas y las inscripciones antiguas; Zobeida, por su
parte, era versada en el derecho, la música, la poesía y la sintaxis y conocía
además, como nadie, el libro Sublime, el Coran, podía leerlo de siete modos
diferentes, sabía su numero exacto de
capítulos, versículos, cuántas palabras, vocales y consonantes encierra, sabía
cuales y cuántos capítulos se inspiraron
en la Meca y cuántos se dieron en Medina, no desconocía la lógica ni la
filosofía y dominaba el arte de la retórica
y la versificación. Podría decirse que, entre ambas, encerraban tanto
conocimiento que el mismo no podría
atesorarse ni siquiera en una biblioteca como la de Abu- Hassa, la más grande
que jamas de conociera; eso, sin olvidar que ambas cantaban de un modo que el sólo escucharlas provocaba
el éxtasis, blandían el laúd, la
flauta y cuanto instrumento de cuerda se
conociera y el movimiento de sus cuerpos en la danza semejaban el batir de las
alas de los picaflores mientras liban en
las incontables corolas de las flores
del Edén. Ellas, alternaban sus noches con el rey, excepto en las ocasiones que
pasaban los tres juntos la noche divirtiéndose y disfrutando como los esposos
saben hacerlo. Durante esas noches, después de deleitarse con cuantos manjares
y bebidas pudieran llegar a saborearse en una noche, Giafar escuchaba a sus mujeres ya
aconsejándole sobre asuntos de estado, ya
excitando los sentidos con los
relatos eróticos de Zobeida o
maravillándose con los juegos matemáticos de Fátima.
Una noche
entre esas noches, Giafar pidió a Fátima que le
dijera si podían exigirse impuestos a todos los súbditos sin ser tirano y
asimismo distribuirlo equitativamente sin ser injusto. Esta se adelantó,
saludó entre las manos y luego refirió esta historia:
He llegado
a saber, mi señor, que hubo una vez un rey, en las lejanas tierras de Maimún,
al que llamaban Shazar. El rey Shazar era hijo de un adorado monarca llamado
Ali Ben Assur que había muerto durante
una cacería de ciervos atravesado por una flecha de dudosa procedencia. Shazar
entonces, tuvo que hacerse cargo del reino
cuando apenas contaba con nueve años, por lo que todas las decisiones eran
tomadas por su Visir, un mal hombre
llamado Hayat. El joven rey no fue educado como un rey sino como un holgazán de
lujo, quien sólo ocupaba su tiempo entre cacerías, banquetes y viajes al
exterior que llegaron a durar hasta dos años, tiempo durante el cual su Visir
Hayat hizo y deshizo en el reino. Así fue pasando el tiempo de este rey hasta
que, cierto día, mientras se hallaba de
caza, tropezó con un bulto al que luego identificó con un anciano que estaba
tirado en el suelo. Por Alah, exclamó el joven rey, ¿es que no te fijas donde
te detienes a descansar?. El viejo hizo una reverencia como pudo desde su
incómoda posición en la tierra y dijo: perdón, mi señor, pero no estaba
descansando. Y si no estabas descansando qué es lo que hacías tendido en el
piso?. Dejándome morir, contestó el viejo. Ishalah! Exclamó Shazar, acaso estas
desvariando?, cómo que dejándote morir, explícate inmediatamente o te cortaré
la cabeza antes de que puedas imaginar otra mentira. Aun viendo el enorme
alfanje elevarse sobre la cabeza del joven, el viejo no cambió el tono de voz.
Has de saber mi señor, continuó el viejo, que en mi casa además de mí y mi
esposa viven mis tres hijos con sus esposas y sus hijos; hace tanto tiempo que
es escasa la comida, la ropa y hasta las sandalias, que entendí que lo mejor
para ellos era una boca menos que alimentar, un cuerpo menos que vestir y
calzar y, en fin, un problema menos para la familia. Yo ya he vivido demasiado
tiempo y es hora que Alah me lleve a su lado, por eso, mi señor, vine a este
lugar en donde a nadie molesto, a esperar mi hora.
El rey
Shazar regresó al palacio cargando al anciano sobre el lomo de su caballo y al
llegar allí ordenó que se le alimentase y vistiese como a un invitado suyo,
luego se dirigió hacia la sala en donde se hallaba el Visir y este se
sorprendió tanto por modo en que el joven rey se presentara como del hecho
mismo que estuviera en ese lugar al que no recordaba haber visto jamás pese a
que hubiera sido lo lógico tratándose del rey. El Visir saludó al rey entre sus
manos y luego dijo: oh, mi señor, a qué debemos la fortuna de su visita a este
recinto, no ha sido una buena jornada de caza?, mi señor desea conocer nuevos
países? Acaso alguna esclava nueva? Dijo esto tomándolo familiarmente de los
hombros como no debe tomarse jamas aun rey salvo que no se le considere a éste
un rey y lo sacó de la sala en donde los emires, chambelanes, nawabs –
representantes de la ley –y hasta los custodios observaban en incómodo silencio
la escena.
Hayat –
dijo entonces el rey - ¿crees que soy un buen monarca?
El Visir,
intentando ocultar su sorpresa por tan curiosa pregunta respondió: sin dudas el
mejor, mi señor y algún día llegarás a ser incluso mejor que tu padre, Alah lo
tenga consigo.
-
Y en un buen reino, ¿puede haber
quien se muera de hambre?
-
De ninguna manera, mi señor –
respondió el visir que no terminaba de comprender a donde quería llegar el
joven con aquellas preguntas.
-
Y entonces porqué, si soy un buen
rey y este es un buen reino, hay quienes se mueren de hambre.
-
Ishalah, mi señor, en este bendito
reino nadie se muere de hambre.
Entonces el
rey hizo traer al anciano y lo exhortó a contar sus penurias delante del Visir
y de todos los que se hallaban reunidos en la sala; el viejo sabía que su
cabeza valdría, al terminar el relato, menos que una palada de bosta de camello
en el mercado pero, aun así, decidió
relatar cada una de las injusticias que se cometían en el reino. Al
acabar de hablar, Shazar hizo que lo llevaran a una habitación a descansar y se
quedó en silencio observando a todos. El Visir hizo con los ojos una señal de
complacencia al Kadí, el juez, y con una exagerada reverencia comenzó a decir:
Oh, mi Rey Shakar, señor de los....
No pudo
continuar ya que el filoso alfanje separó la cabeza del cuerpo del Visir antes
de que este pudiera darse cuanta siquiera de lo que pasaba. Una exclamación
cerrada surcó toda la sala y el rey, inconmovible, con la espada aun chorreando
sangre dijo a todos y a cada uno: mañana a esta misma hora los espero con las
respuestas que necesito para terminar con el hambre de mi pueblo, sino, miró de
reojo al cuerpo del Visir ...mañana los espero, terminó.
El rey
Shazar fue entonces a la habitación de su invitado, el anciano, y le relató lo
sucedido, éste le respondió entonces: Mi señor, tu reacción ha sido sabia y
oportuna, tu confiaste en tu Visir y él te defraudó por lo que ya nada tiene
que hacer ni él en tu reino ni su cabeza en su cuerpo, has cometido el error de
confiar en quienes no debías y sientes el mismo dolor ante la traición que el
que siente el pueblo que se ve traicionado por su soberano; nunca es tarde para
comenzar, sino, piensa en mí, que esta mañana salí de mi casa para morir y al
final de la tarde estoy vestido como un
jeque, he saciado mi hambre y mi sed y estoy ahora aconsejando a mi rey,
los caminos de Alah son insondables, pero si El decidió que me atravesara en tu
camino para que todo pueda comenzar de nuevo, que así sea, no vuelvas a olvidar
tu misión: reinar, y tampoco olvides que quien olvida el hambre de sus súbditos
para alimentar la gula de quienes lo rodean terminan como tu Visir, no sólo sin
cabeza sino también sin dignidad y sin nombre.
Entonces,
mi señor – concluyó Fátima- lo que me
preguntas no tiene demasiados secretos: haz tributar a quien más tiene y ayuda
a quienes nada poseen, enséñales a usar los brazos para trabajar, la cabeza
para respetar las leyes y a Alah, el todopoderoso, sé gentil con quienes
cumplen y feroz con quienes se enriquecen con el hambre de los otros, no
permitas ni fomentes la holgazanería, no conquistes a tus súbditos con dádivas
sino con justicia y por último - mi señor- recuerda siempre que la palabra es
mil veces más filosa que la espada, que una espada puede ser más efectiva que
mil lanzas y que el pueblo prefiere siempre seguir a una lanza que porte una
bandera a otra que conduzca una cabeza ensangrentada.
El rey
Giafar no podía ocultar su satisfacción ante la belleza del relato y la
claridad de su mensaje. Por Alah, - exclamó exultante – que con sólo imaginarme
el hambre de ese anciano se ha despertado el mío. Golpeó las manos y al
instante un ejército de sirvientes apareció trayendo los más deliciosos
manjares que puedan imaginarse: una fuente enorme con una dorada pasta de
kebeba con manteca abría el cortejo, al
que seguían en procesión interminable pollos asados rellenos con arroz,
almendras, pasas y pimienta, carne de cordero, garbanzos, berenjenas rellenas y
piñones perfumados con toda clase de especias y hierbas aromáticas entre las
que se destacaban la nuez moscada, el jengibre, la pimienta y el clavo de olor;
más atrás, los postres competían en color, aromas y sabores, pasteles rellenos
de almendra, azúcar y granada, pasta de katayef, otras trenzadas y embebidas en
agua de rosas y tazones de crema blanca aromatizados con agua de azahar,
almibares y confituras de todas formas y colores junto a dátiles de El Cairo y
melones de Damasco.
Una vez que
hubieron saciado el apetito, Giafar se dirigió a Zobeida y besándole las manos le dijo: Esposa mía, porqué no nos deleitas con algunas de tus
historias a fin de tener una agradable digestión antes de entregarnos, como la ley manda, a
los placeres conyugales.
Escucho y
obedezco, dijo la mujer al tiempo que hacía una zalema y se acomodaba sobre un
cojín de seda multicolor.
He llegado
a saber, mi señor, que ya hace muchos años, en un reino situado mucho más lejos
aun que Jilfastán, vivían dos hermanas junto a su anciano padre ya que la madre
había muerto un tiempo atrás. Sett y Yamila eran sus nombres, la primera de
ellas, Sett, era más bella y blanca que la luna, con unas redondeces que hacían vibrar hasta a
los ciegos y su voz era un cántaro volcando suavemente su contenido prístino en
la fuente, cuando por las mañanas regaba las plantas de su jardín, su canto
competía con el gorjeo de las aves y éstas, tímidamente, dejaban paso a su
alegre: Ya leilí, Ya einí, con que
comenzaba cada estrofa de sus versos destinados a alegrar a Alah y alabar a la
pródiga naturaleza. Yamila, por su parte, era tan fea que su cara nada tenía de
diferente al culo de un camello, aunque quizás no deberíamos ser tan crueles y
comparar su rostro apenas con la cara del camello; sus dientes pequeños y
amontonados hacia delante, apenas sujetos por un labio superior partido en dos
que impedía, además, que pronunciara adecuadamente las palabras, ojos saltones
y uno de ellos divorciado del otro hacían realmente muy difícil mirarla de
frente sin sentir por ella temor o en el
mejor de los casos, lástima. Alí ben
–Aziz, su padre, se desesperaba día tras día al ver que nunca podría casarlas
ni tener nietos, conque en esas dos mujeres se extinguiría no sólo su apellido
sino toda una generación. Había intentado toda clase de artimañas para
conseguirles marido – la dote ya la tenía guardada desde hacía muchos años, no
era ese el problema - ardides que
utilizaba, naturalmente cuando llegaban jóvenes de otros sitios ya que en toda la aldea eran conocidas ambas con sus
virtudes y sus desgracias, ya que, debe aclararse que si bien Sett poseía la
belleza que describimos, tenía el cerebro de un asno y por su lado, Yamila,
pese a su fealdad, gozaba de una inteligencia prodigiosa, que, justo es
decirlo, no le había servido jamás para otra cosa que para aliviar en cierto
modo la tristeza de su padre ante tanta desgracia. Cierta vez, un comerciante
muy rico de Persia había llegado hasta su casa informado de la belleza de una
de las mujeres que allí vivía. Alí ben -Aziz las presentó a ambas ante el
candidato cubiertas, como es la costumbre, por un velo que ocultaba los
rostros, en realidad, el que se hallaba oculto de veras era el de Yamila ya que
el de Sett, a través de una celeste transparencia, permitía adivinar la belleza
que había debajo. Safar, tal el nombre del comerciante, comenzó a interrogarlas
a fin de saber algo acerca de su futura consorte y se sorprendía, al principio,
que sólo una de ellas contestaba y, además, lo hacía de un modo tal que se
maravillaba cada vez más y agradecía haber hecho tan largo viaje para
encontrarse con lo que presumía era un prodigio de belleza e inteligencia. Sólo
dudaba con cual de las dos quedarse, convencido de que quizás era timidez o respeto hacia la otra lo
que hacía que sólo una de ellas respondiera a cada una de sus preguntas. Pensó,
finalmente, en casarse con ambas pero, quiso la desgracia que en ese momento se
cayera el velo de Yamila mostrando toda la fealdad de su rostro y, ante el
grito de espanto del candidato, Sett arrancó con una risa espasmódica que
parecía el rebuzno de un burro picado por las avispas. No sólo se quedó Alí sin
poder casar a ninguna sino que, además, denunciado ante el Kadí por el
comerciante, fue castigado con cincuenta varazos en la espalda que lo dejaron
más de una semana en la cama. Sucedió entonces que, un día entre los días, se
encontró Alí, mientras recorría el zoco, con un hombre que se lamentaba, se
abofeteaba y rasgaba sus ropas en el fondo de una tienda que, por otra parte,
se veía próspera y muy bien surtida con telas de oriente, sedas de Macedonia y
toda clase de bordados y ropa de primera
calidad; Alí se acercó a él y tras saludarle entre las manos le interrogó
acerca de lo que le sucedía. El lloroso comerciante le explicó que la desgracia
estaba en su casa y que de nada le
había servido trabajar toda la vida si, invariablemente, algún día perdería
todo, incluyendo su descendencia.
Por Alah –
exclamó Alí – no puede ser tan grande tu problema como para que no pueda
hallarse una solución; qué dirías tú, amigo, si yo te contara entonces mi
desdicha, que es doble, ya que además no gozo de la prosperidad que puedo ver
que tu tienes en tu tienda.
Oh, si tu
supieras – respondió el lloroso comerciante – ninguna pena que tengas puede ser
mayor que la que me queja.
Bueno,
porqué no me cuentas y quizás yo entonces te hable de las mías y veremos.
Verás, dijo
el comerciante, mi esposa murió hace cinco años, Alah el misericordioso la
tenga consigo, y quedé yo solo con dos hijos varones mellizos, Yassuf y Haddar,
ambos son bellos como el sol, inteligentes y eximios comerciantes, saben
reconocer tanto la calidad de un tejido como su verdadero valor aunque jamás
hayan visto algo semejante, manejan el arte de la compra y la venta de un modo
tal que un fenicio parecería un aprendiz al lado de ellos.
Ischaláh
– interrumpió Alí – hasta ahora no
entiendo de qué te lamentas, supongo que tendrán varias esposas y tu tendrás tu
casa cubierta de nietos que la alegran.
Nada de
eso, y ese es el problema – continuó – no pueden encontrar esposas.
Te intimo a
que me digas cuál es el problema porque no entiendo, teniendo todas las
virtudes que dices que tienen, que aun no hayan conseguido esposa.
¿Sabes qué
sucede? - dijo el comerciante - que Yassuf posee un zib tan monstruoso que su
tamaño haría palidecer a un burro por
lo que las mujeres al verle salen espantadas
para no ser atravesadas con un alfanje de tal tamaño y más de una vez me
las he tenido que ver con padres que vienen a insultarme por pretender dañar a
sus hijas, por otra parte, Haddar tiene un miembro tan pequeño que sería
difícil reconocerlo en un plato con guisantes. Así que ya ves, amigo mío, que
Alah ha sido muy injusto en la distribución de los dones y todos hemos salido
perjudicados con ello.
Finalmente,
rey mío – dijo Zobeida – Alí llegó con el comerciante y sus dos hijos a su casa
y tras una cena en la que no faltaron los manjares más apetecibles, firmaron
los respectivos contratos de matrimonio y vivieron todos felices para siempre.
Por Alah –
gritó el rey – te conmino a que me cuentes cómo se formaron las parejas.
Por
supuesto, mi señor – dijo Zobeida – pero eso, te lo diré al oído.
Todavía
reía a carcajadas festejando el relato cuando la voz de mi mujer preguntándome
qué hacía riéndome como un loco en la cubierta del barco a esa hora mientras me
esperaban para cenar me trajo a la realidad; busqué con la mirada a mi interlocutor para presentárselo pero,
curiosamente, no había nadie conmigo en ese momento excepto las estrellas, la
noche y el río. No consideré oportuno referirle entonces lo que me había
sucedido y esperé a analizarlo un poco antes de hacer cualquier comentario al
respecto. Confieso que durante la cena no escuchaba lo que se hablaba – supongo
que sería acerca del templo de Philae que nos había maravillado por la tarde –
ya que mi mirada vagaba incesantemente por las otras mesas intentando hallar a
mi interlocutor de hacía un momento y mi mente – que duda cabe – había quedado
enredada en algunos de los laberínticos relatos del mundo árabe. Esa noche me
costó conciliar el sueño, cerré los ojos y las imágenes eran vertiginosas y a
la vez maravillosas, era como rodar en un caleidoscopio de palabras y sonidos,
de colores, luces y sombras, y de pronto, me encontré caminando por una de las
estrechas calles del barrio copto de El Cairo, era cerca del mediodía –supongo
– porque el movimiento de gente era intenso y el calor agobiante;
instintivamente, me detuve en una de las tiendas en donde se observaban gran
cantidad de artesanías, pequeñas pirámides hechas en alabastro, papiros con
diferentes motivos, escarabajos de piedra que venden a los turistas para
supuestamente tener suerte y que – naturalmente – nada tiene que ver con la
verdadera simbología de ese animal, gatos de cuello largo en madera que imita al
ébano y un sinnúmero de objetos de disímil valor y belleza. Entre todos ellos,
escogí un aanj de madera para observar de cerca. El aanj es un bello símbolo que consta de
un ovalo que se continúa un una especie de cruz invertida, como si fuera una
llave y que en realidad no es otra cosa que una llave, una llave a la
inmortalidad.
Sabe elegir
el señor – me dijo una voz que asomó entre unas telas multicolores. Pero ese aanj no esta a la venta.
Seguramente,
aunque no era yo consiente de eso, debe haber
visto en mi cara la decepción y
por eso agregó. Pero no se preocupe, aunque no pueda vendérselo sí puedo
contarle su historia y entonces sabrá porqué es tan valioso.
Pasamos a
la parte de atrás de la tienda, me invitó a sentarme sobre unos almohadones que
había en el suelo y me acercó un té de menta humeante. Se acomodó frente a mí y
dijo:
He llegado
a saber que hace muchos años, cerca de Luxor vivía un joven llamado Harún. Era
hijo de un carpintero muy humilde que
trabajaba en forma temporaria para el gran Templo que, por ese entonces,
cobijaba a más de sesenta mil almas. Harún
cortaba la madera, clavaba y pulía junto a su padre y por las noches,
después de una cena en la que jamas sobraba ni una migaja de pan, cuando lo
había, gustaba de sentarse a observar el cielo, miraba las estrellas y trataba
de armar las imágenes que ese cielo le ofrecía como un desafío a su
inteligencia y su paciencia; con el extremo de un pequeño trozo de madera
tallada, dibujaba en la tierra lo que sus ojos veían en el cielo hasta que,
cada noche, ya vencido por el cansancio, iba a dormir dejando sus dibujos a
merced de la intemperie que se encargaba, mediante el viento, de borrarlo
todo. Su padre a veces lo observaba en
silencio y se lamentaba de verlo tan triste y solitario, hubiera deseado, como
todo padre desea para sus hijos, que este tuviera mejor fortuna que él, pero,
observándolo, pensaba que lo único que quizás lo haría diferente no sería ser
mejor sino, a lo sumo, no darse cuenta de lo cruel de su destino, es decir, la
locura. Sí, porque Daúd, como se llamaba
el padre de Harún, veía a ese hijo atrapado en la melancolía, siempre solo y
abstraído hasta el extremo con sus dibujos del cielo que eran tan efímeros como
la noche. Pobre hijo mío, se lamentaba, solo Alah sabe que será de él cuando me
lleve a su lado.
Una
mañana, se presentó frente a la humilde
casa de Harún un grupo de soldados que servían a las órdenes del rey Shanuf el
Zeiní, señor de Rabdosamad y exigieron a Daúd que les proveyera de madera y
herramientas para reparar la rueda de un carruaje al que custodiaban. Daúd, con
la cabeza gacha, respondió que les daría madera y hasta les ayudaría a reparar
el carruaje pero que no prestaría sus herramientas. Uno de los soldados lo
amenazó con su espada pero el que comandaba el grupo lo detuvo y le dijo que
quizás sería más valioso vivo y que, después de todo, una vez reparado el
carruaje ya no precisarían más las herramientas. Marcharon Daúd y su hijo
escoltados por los soldados y caminaron junto a ellos por el lapso de dos horas
hasta que hallaron la caravana. No fue muy difícil ver cual era la rueda rota
ya que sólo había un carruaje en todo el convoy, se acercaron a este y viendo
que se hallaba muy pesado, pidieron que, de haber alguien adentro, se apeara
para poder trabajar con más comodidad.
De ninguna
manera –dijo el jefe de la guardia – tendrán que trabajar así como está.
Entonces
tendrán que seguir así como esta porque de ningún modo podrá ser reparada.
El soldado
dudó y luego metió la cabeza dentro del carruaje. Hizo entonces unos pasos para
atrás y con una zalema recibió a la bella muchacha que descendió del vehículo.
Al verla, Harún sintió que su corazón se detenía; a través de sus ojos, lo
único que se alcanzaba a ver detrás del grueso velo, creía ver el mismo cielo
infinito que lo hipnotizaba cada noche, la piel aceitunada que bordeaba los
luceros negros se le ocurría del color de la madera lustrosa que veía emerger
de entre las manos de su padre cuando
desde pequeño lo admiraba viendo transformar el tronco muerto en materia viva: una cama donde conciliar el
sueño, una mesa donde compartir el pan, una cuna, un velero, un aanj. Recordó en ese momento el día – o
mejor dicho, la noche - en que Daúd, su padre, lo acarició en su estera, Harún
no tenía una cama entonces, y como
regalo por sus diez años de vida, le colocó el aanj de madera entre sus
manos; desde aquella noche, Harún jamas se separó de ese regalo y con él,
dibujaba desde entonces cada noche sobre el suelo el espejo mágico del cielo.
Ella también lo miró y pudo ver en su mirada la paz que solía buscar entre las
flores, entre sonidos de laúdes, entre las sedosas paredes recubiertas de su
alcoba, cuántas noches había soñado ella con esa piel, con ese rostro, esas
manos callosas y manchadas, con esos ojos callados que tantas cosas decían sin
decir nada. Tan absorta estaba que
trastabilló al bajar y antes de caer, Harún alcanzó a sostenerla entre sus
brazos.
Cómo te
atreves a tocar a la princesa – bramó el jefe de la guardia – te cortaré las
manos por tal atrevimiento.
Ella lo
detuvo con un gesto. No lo toquen – dijo – acaba de evitar que me lastime.
Bueno, no
perdamos tiempo – dijo el soldado – comiencen a trabajar que se hace tarde.
Daúd
examinó la rueda, evaluó los daños y dirigiéndose al jefe dijo que la avería
era mayor de lo que parecía y que con las herramientas que llevaban no
garantizaba una buena reparación, por lo que sugería hasta su casa y allí, en
su taller, podría repararla adecuadamente, de paso, la princesa podría
descansar en una casa humilde pero mejor que a la intemperie. Ella estuvo de
acuerdo y marcharon entonces de regreso a la casa. Harún, que conocía las
habilidades de su padre, no dudó que en realidad estaba haciendo esto para que
él pudiera aunque más no fuera mirar un tiempo más a la princesa de la que,
evidentemente, había quedado enamorado.
Los
soldados armaron un pequeño campamento alrededor de la casa y la princesa se
acomodó dentro de la casa, en donde cenó y se dispuso a descansar. Ya entrada
la noche, no podía conciliar el sueño pensando en ese joven, la inquietud le
oprimía el pecho y se asomó entonces a la ventana para tomar aire. Entonces lo
vio. Sentado sobre el suelo, dibujando con su aanj las imágenes del cielo.
Subrepticiamente salió de la casa y se acercó a él que se sobresaltó al verla a
su lado.
Princesa –
casi gritó.
Shh – dijo
ella y le colocó un dedo sobre sus labios.
Se sentó a
su lado y ella tomó el aanj de madera. Me lo hizo mi padre – dijo él sin que
ella preguntara nada. Es hermoso – respondió ella – ¿sabes lo que significa?.
No mucho,
mi padre me contó que los dioses se lo daban a los faraones para que tuvieran
larga vida y para que continuaran viviendo aun después de muertos o para ser
inmortales, no entiendo bien, porque, cómo ser inmortal después de muerto.
Para
trascender – corrigió ella – sólo se puede no morir si se trasciende. Esa es la
única forma de inmortalidad, la de dejar algo en los demás.
Entonces
–dijo él mirando a ninguna parte – estoy definitivamente condenado a la muerte.
Porqué
crees eso – interrogó ella.
Qué
trascendencia puede tener mi padre, que nada tiene, cómo podría hacerlo yo, que
tengo menos aun que él.
Qué
equivocado estas, Harún –dijo tomándole las manos – nunca puede ser
intrascendente un carpintero, alguien que es capaz de devolverle vida a una
madera que esta muerta, de
transformarla, de trasmutarla; quien corta las maderas de tu cuna y
alisa los tablones de tu féretro no es alguien que pueda llamarse
intrascendente, talla los cubiertos con que comes y modela la azada y el martillo,
levanta casas, construye carros, puentes y escaleras, construye el aanj que
permite dibujar tu sueño cada noche y lo único que no construye, porque para
nada sirve, son espadas de madera y he sabido, además, de un Nazareno, hijo
también de un carpintero, que dicen que no transforma madera sino hombres. Así
es tu padre, el que pensabas que era apenas un poco más que nada, y por si eso
fuera poco, también te modeló a ti, haciéndote un carpintero de esperanzas, un
soñador, y quizás, si alguna vez logras convertir esos símbolos que dibujas en
palabras, quizás hasta puedas entonces ser poeta. Y ahora has trascendido en
mí, a través de mí, porque nunca podré olvidar tus ojos, tus manos, ni tus
sueños, ni esos dibujos que son sólo propiedad de la arena. Siempre estarás en
mí y quizás hasta en los hijos que yo tenga y que llevarán de ti el recuerdo
que te robé una noche mirando las
estrellas.
Al día
siguiente, la princesa se marchó y Harún jamas volvió a verla, pero tampoco
jamás pasó un día o una noche sin que ella estuviera en su memoria, en cada
madera que tallaba, en las astillas
que brotaban en cada golpe de martillo,
en cada luna, en cada cielo. Harún sabía que ella también pensaba en él y
sentía que estaban juntos sin estarlo.
Harún armó
el féretro en donde enterró a su padre y sonrió en su dolor al pensar que éste
no moriría mientras estuviera vivo en su memoria, acarició el aanj, que presentía que alguna vez estaría en las manos
de su hijo y pensó también, que
mientras su historia continúe en las memorias de los hombres, él
estaría vivo, su padre estaría vivo y el aanj,
habría cumplido su profecía de inmortalidad.
Permanecí
mirando la talla de madera que el viejo sostenía entre las manos y lo borroso
de la visión me hizo entender que estaba llorando. Me levanté sin decir nada y
comencé a caminar entre la multitud, que era tal, que comencé a sofocarme.
Sentí que el aire me faltaba y una horrible sensación de ahogo me cerraba la
garganta. Y entonces me desperté. En mi cama. En mi casa.
Una extraña
sensación me acompañó durante varios días hasta que me pareció que un modo de
exorcizar esa angustia era escribiéndolo, con la esperanza de alguna vez, poder
leerlo ante ustedes, sin lo cual, esto que escribo no tendría ningún sentido.
Estoy ya
terminando esta exposición y debo confesar que tengo miedo, tengo miedo que al
acabar de leer la última palabra de este cuento, vuelva a despertar en algún
tiempo, en algún lugar y que todo esto que acaba de pasar, no pasó. Y estoy
soñando. 8/2/05
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